El pueblo que asesinó a sus gallos

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnino Alonso Requejo
05/03/2023
 Actualizado a 05/03/2023
gallo-saturnino.jpg
gallo-saturnino.jpg
Había una vez un pueblo pequeño, sin prensa, sin televisión, sin veraneantes. Estaba sentado a horcajadas sobre la grupa de un cerro terroso, con la buena intención de ver amanecer el primero, y el propósito de beber a grandes tragos el vino rojo del último sol de la tarde. Le rodeaban, con cinturón de hermosura, las azules montañas circulares; y tres arroyos claros cantaban día y noche en torno al caserío.

En primavera, llegaban las cigüeñas al campanario poniendo un signo de admiración y esperanza entre el cielo de vidrio y el cuerpo mimoso del paisaje. ¿Y qué más se podía pedir, si la Campanina y la Campanona volteaban el aire perfumado, y los vencejos y las golondrinas entraban en el pueblo como niños y niñas en el recreo de la escuela? Y el pueblo entero se ponía a charlar, después de cinco meses de silencio en la inmensa masera de la nieve.

Era entonces cuando los hombres se echaban al hombro las herramientas, y se les oía cantar en las huertas mientras trazaban los surcos, rectos de intención y limpios de conciencia, como si acudieran a un concurso de belleza convocado por alguna divinidad.

Al toque de Ángelus, las mujeres ya habían enjalbegado las habitaciones de arriba, y encalaban con esmero el portal de la casa. Era el mediodía: se sentaban a la mesa, se santiguaban y daban buena cuenta del cocido remediador que llevaba toda la santa mañana borbolleando sobre las brasas como el rezo de un fraile lego.
En verano, olía el aire a hierba recién segada, a rosas silvestres y a hortelana a la orilla de las presas de riego. Y las cerezas maduraban sin ley y sin dueño en los recuestos y en los linderos de los prados.

Los ganados salían juntos, como en una hacendera comunal, a los terrenos de pastidumbre; y era una gloria verlos regresar al atardecer, repicando sus cencerrillas y cimbreándose calle abajo como mujeres embarazadas.

Y por la noche, bien persignado el sueño, se oía el rezo sagrado de la presa regadía de Sonriego. Que era como si el Ángel de la Guarda te echara su aliento en la nuca; o como si una bruja buena te cantara una canción de cuna:

Duérmete, niño,
duérmete ya,
que viene el Coco
y te llevará.

Llegado el otoño, los cerezos se incendiaban como bonzos; y los bosques se desnudaban de si mismos; y los ganados descendían de las altas majadas, empujados por el viento áspero del norte.

Era entonces cuando el cielo se ponía a nevar con las dos manos, el convento cerraba sus portones, y las gentes acudían a la misericordia de la lumbre y a la reminiscencia de los Manes. El silencio venía en zapatillas por el portal alante. Y había en las gentes una conformidad biológica de hoja caduca, como de haber asistido a la catequesis de Don Fulgencio acerca de la felicidad en la pobreza.

Por el mes arriba de las Ánimas, comenzaban las HILAS. Así que, tirada la cuchara de la cena, ¡hala!, a la hila: a cardar la lana de las propias ovejas; a devanar madejas; a torcer hilos; a hacer calceta; a cortar escarpines a la medida del puño del usuario; a comentar noviazgos; a enderezar casorios; a mondar castañas; a relatar historias; y a contar las horas cantadas por los gallos.

Y allí estaba Don Fulgencio, en la hila digo, como una gallina clueca a la que no le cabía la pollada bajo las alas. Y las cartas que llegaban de Alemania, o de más lejos, tenía que leerlas Don Fulgencio en voz alta, porque a las madres se les enaguaban los ojos y se les ponía un nudo en la garganta.

Cada vez que un gallo rompía a cantaridos el ánfora de la noche, Don Fulgencio hacía un comentario, ponderando la importancia de los gallos en la historia de la humanidad.
Decía que:
Para los IRANIOS, el gallo libraba a los hombres de los peligros de la noche: los miedos, las pesadillas, los robos... Los gallos rompían las tinieblas maléficas de la noche y traían la luz del día.

Según los ARMENIOS, los gallos ahuyentaban los demonios causantes de la enfermedad. Y que, al cantar los gallos, el Ángel de la Guarda bajaba del cielo y despertaba a los hombres para que alabaran al Creador de todas las cosas.

Los LITUANOS consideraban al gallo un animal sagrado, por lo que no comían su carne. Cuando se inauguraba una casa, era un gallo quien primero entraba en ella para tomar posesión de la misma: si cantaba la primera noche, era un buen augurio; pero, si no cantaba, los dueños abandonaban aquella casa porque encerraba malos espíritus.
En GRECIA, el gallo estaba presente en los partos para librar a las madres y a sus criaturas de los demonios de las enfermedades. Y tanto los griegos como los romanos sacrificaban gallos a Asclepio o Esculapio, dios de la medicina. Y algo tendrían que ver los gallos con el más allá, cuando, en el lecho de muerte, Sócrates le dijo a su discípulo Critón: «Un gallo le debemos a Asclepio; no te olvides de pagar esta deuda». Se sabe que en muchos pueblos antiguos se sacrificaban gallos a los difuntos para ayudarles en los caminos hacia el más allá. Y no hay que olvidar que el gallo simbolizaba la fecundidad, por lo que estaba presente en los ritos matrimoniales.

Don Fulgencio, que había estudiado en Salamanca, contaba estas y otras historias, hasta entusiasmar y entusiarmarse. Y decía que no podía entenderse la evolución de la especie sin tener en cuenta la presencia de los gallos. Y del burro. Y explicaba con todo detalle en qué consistía la Fiesta de Gallos o de Grado en la Universidad de Salamanca. Que los estudiantes tomaban las calles, perseguían a las mozas, convertían el agua en vino en las tabernas, manteaban a algún profesor, marchaban de las posadas sin pagar, y así.
Si la crianza de la casa ya se había acostado, Don Fulgencio contaba lo de ‘Cantar los Gallos’: que, como el día de Las Águedas mandaban las mujeres, salían las mozas a los caminos a pedir la propina a los mozos forasteros que llegaban al pueblo. Si alguno se negaba, le bajaban los pantalones y le Cantaban los Gallos de la manera que estamos pensando.

Como con cierta pena, Don Fulgencio decía que en la cultura cristiana sólo quedaba El Gallo de la Pasión que le había cantado las cuarenta a San Pedro por haber negado tres veces que fuera amigo de Jesús, según cuentan los Cuatro Evangelistas. La Misa de Gallo el día de Noche Buena, para conmemorar el nacimiento de Cristo. Los gallos de los campanarios y las veletas para saber de dónde sopla el viento. Y el gallo del cuento del Tío Zarapico, al que nadie quiso limpiarle el pico para ir a la boda de su tío. Porque ya no había misericordia en el mundo, y todos escurrían el bulto diciendo: ¡NO QUIERO!

Y Don Fulgencio afirmaba que los gallos son necesarios para despertarnos a la vida, al trabajo, al ‘cuido’: ocupación y preocupación por el Mundo. Porque el hombre es CUIDADO, según la filosofía de Heidegger.

El caso es que en Peñalba, dentro de su pobreza bien llevada, cada vecino tenía un gallo: un hermoso gallo grande. y altanero, con sus espolones relucientes y bien aguzados, las carátulas rojas como dos péndulos, y aquella cresta de fuego como una almenara que volvía locas a las gallinas. En cuanto amanecía, los gallos se echaban a las calles al frente de su harén de gallinas, levantando pechugas y desafíos, dispuestos a defender lo suyo y a conquistar lo ajeno, entre cantares y reyertas. Escarbaban gusanos para ellas, y las llamaban de aquella manera tan mimosa y convincente que las ponía a punto de ebullición. Eran la aristocracia del reino animal, recorriendo la aldea como alcaldes vitalicios. Y ellas, las gallinas digo, ¡venga a dejarse querer y ‘pisar’ por aquellos mozos tan aguerridos que echaban el cielo abajo a cantaridos! Y luego no ponían ni un huevo huero, sino que sacaban unas polladas como tribus. Contento estaba Dios con ellas, pues cumplían con creces el mandato del Génesis:
«Sed fecundos y multiplicaos». (Gn. 1, 28)
Pero los tiempos cambian, ya se sabe, y la especie humana es amiga de novedades, para bien o para mal, desconociendo la dialéctica del ‘Retroprogreso’ del que habla Salvador PÁNIKER.

El caso es que el COLECTIVO se plantó en la plaza de Peñalba como el poste de una propiedad. Y comenzó a soplar un mal viento que levantaba la lana a las ovejas y cambiaba el sentido de las veletas. Que se subían a un mitin, y venga a repetir: que el pasado es pasado; que se necesita un cambio; que hay que coger la cuchara con la izquierda; que gobierna el retroceso... Y así, como una carraca todo el tiempo.

Y Don Fulgencio les decía al oído a los de más confianza:
– ¡No hay tu tía! Está visto que:
Cuando el sacristán se sube al altar, la misa le sale mal.
El COLECTIVO se fue envalentonando en la prédica de su evangelio particular; y, cuando menos se esperaba, ¡zas!: el PIQUETE tomó la calle y promulgó el decreto:
«¡HAY QUE MATAR LOS GALLOS:
NO NOS DEJAN DORMIR EN PAZ!».

Cuando el decreto se metió por las calleja como un cuchillo de caza, el PIQUETE asaltó los corrales, y, uno a uno, retorció el pescuezo a todos los gallos de propiedad privada.
A la mañana siguiente, ya no cantó ninguno. Y los hombres no se levantaron a liar un cigarro. Y las mujeres no abrieron los cuarterones de las ventanas. Y los ganados no salieron al repasto. Y los niños no cantaron en la escuela la tabla de multiplicar. Y el párroco no tocó a Ángelus. Y las gallinas, sin sus hombres, ponían los huevos hueros. Y la presa regadía de Sonriego rezaba para ella sola como una madre abadesa sin hermanas.

Las hormigas entraban en las casas y, rebojo a rebojo, sacaban los panes por debajo de las puertas. Y los perros, famélicos, ladraban de sentados. Y los hombres dormían de espaldas a sus mujeres, sin echarles el aliento en la nuca. Y a las madres se les cortaba la leche a la puerta de los pezones... El pueblo entero se había dormido, y ni siquiera el humo de las chimeneas sacaba la cabeza por encima de los tejados para respirar.

Visto lo visto, hasta Dios se había marchado de su casa del pueblo. Porque el pueblo había caído en un concijidio, y estaba más callado que las zapatillas de paño, las ‘silenciosas’, que estaban debajo de la cama.

Aquel año se perdieron las cosechas. La polilla rumiaba en el corazón de la madera. Y una soga de esparto penduleaba de la viga madre de la tenada.
Cuando visitaba a los que habían perdido el gusto por la vida, Don Fulgencio les decía abiertamente:
– Aunque el monaguillo prenda las velas, lo de consagrar no le pega.

¡Buena es la plaza para hacer baile, pero no para gobernar la Patria!

Y Don Fulgencio pensaba que si volvieran los gallos, «otro gallo cantaría». Y que más que el dinero y el poder, el hombre necesita la melancolía.
¡QUE ASÍ SEA!
Archivado en
Lo más leído