18/01/2015
 Actualizado a 12/09/2019
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Nevó, al fin nevó. Ya me dolía el alma negra de esperar a que alguien encendiera la luz del invierno.

En este primer amanecer de nieve se cumplía una vida menos cinco años de aquel primer amanecer blanco. Aún era de noche cuando la abuelo me arrancó de la cama en la que dormía acurrucado, bajo mil mantas, sin moverme para no tocar la parte fría de las sábanas.

En volandas me llevó hasta la cocina, caliente, acogedora, ella se había levantado antes para prenderla. Las corras ya se ponían rojas. Me sentó sobre la trébede, en mi pequeña silla, mirando a la ventana para que descubriera cómo era el amanecer de una mañana de nevada. Se iba encendiendo la nieve. Todo el horizonte era blanco, eternamente blanco. Había una mancha roja al otro lado del cristal, era el pecho de un petirrojo, de un pájaro de nieve, que miraba. La abuela abrió una rendija y le echó unas migas de pan. Vinieron más pájaros.

Al fondo apareció otra luz. Una pequeña linterna se abría paso entre la nieve. «Por los andares es Adelino, el minero, va hasta Bardalla andando para trabajar». 15 kilómetros.
La luz se acercó. Se perdió unos minutos y reapareció. Dijo adió con la mano y siguió su camino.

La abuela salió a la puerta y entró con una jaula de leña. Se la había dejado el minero para que la eterna viuda no tuviera que salir a pelear con el invierno.
Nunca volvió a amanecer así.
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