28/02/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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El populismo, (Gabriel Albiac lo define como ‘Apelación sentimental al alma unívoca de un pueblo’) lleva todas las papeletas para terminar en fascismo y, sin embargo, y a pesar de la macabra experiencia tan reciente y contundente, continúa en auge real entre nosotros. Y ello contando con la desidia de muchos intelectuales, como sucedió en Alemania en los años 30 (Léase a Norbert Elías, o a Wolf Lepenies) refugiados en su selecto paraíso de la superioridad moral. En León, el populismo-nacional-leonesismo, un tanto descafeinado y de corto recorrido por cuanto se manifestó en la calle y no en la televisión, se centró en el agravio por culpa de la Autonomía y poco más.

Populismo no es nacionalismo, aunque también. En muchos casos terminan en matrimonio de conveniencia, aunque sea en ceremonia civil. Ahora el fenómeno populista aparece a escala nacional y en la televisión. Y como la crisis económica es un caldo de cultivo para su desarrollo, nos encontramos en medio de esta tormenta que amenaza una ‘pax’ nacida tras la muerte del Caudillo que creíamos consolidada ya. ¿Qué hacer? Dice Christian Bobin (ese ‘genus humilis’ francés) que «si somos demasiado rápidos, la vida huye, y se echa para atrás». Ante esta situación, y con el espantajo de una corrupción que invalida toda decisión, el personal opta por el radicalismo sin siquiera tratar de indagar en el fondo de la solución del populismo. Ya solo faltaría que al populismo y al nacionalismo se le uniera la intransigencia religiosa, esa que jalea a la presunta poetisa catalana Dolors Miquel que recita en un acto institucional un ‘padrenuestro’ del coño, y declara: ¡Qué orgullosa me siento! ¡Si lo hubieran podido ver mis padres!

Y en semejantes circunstancias hemos de asistir al declive de una convivencia que creíamos haber conquistado entre todos, una vez desaparecido el muro de la dictadura salida de la guerra civil. Y muchos, como este cronista, que creían superado el miedo al anhelo del alma de libertad, igualdad y fraternidad, vuelven a tentarse la ropa y a economizar palabras que puedan herir a unos u a otros, lo que, en términos de verdad se llama auto censura, procurando no herir las nuevas susceptibilidades de quienes, como único argumento en contra, te miran como si con el mismísimo Matusalén estuvieran tratando la cuestión. Y uno, refugiándose en lo que considera sentido común como último baluarte de dignidad, piensa, y de nuevo alude al francés Christian Bobin: «Me gusta apoyar la mano en el tronco de un árbol, no para asegurarme de su existencia, sino de la mía».

Pero apoyarse en un tronco hueco, eso nunca, por favor.
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