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El Poder Supremo

24/03/2021
 Actualizado a 24/03/2021
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Después de tanta privación de libertad y estar en casa, la vida se hace más introspectiva y nos da por recordar. Nos asalta la infancia, los días de instituto o los primeros amores y desengaños.

Una canción de Aute me llevó a los días de cine, como a Woody Allen, y soñando me encontré en el Lemi, Mari, Azul, Crucero, Trianón o Emperador. Todos desaparecidos. Recuerdo películas que pasaron por estos cines de sesión continua; veías la primera, la segunda y, otra vez, la primera. Toda la tarde en el cine por un duro.

El cine era más sincero y, cuando alguna película tocaba algún tema delicado, se decía: «Es muy fuerte».

Fuerte, los Cuatrocientos Golpes –de Truffaut–. Recuerdo que desde Olmedo o Medina se hacían viajes a Valladolid para verla. Y después, en las tertulias de las señoras, se comentaba ante una copina de Marie Brizard.

Con JC Superstar se juntaban los puritanos a la entrada, para increpar a los asistentes. Espectacular fue Helga, que narraba un embarazo y parto; la gente se mareaba y había que reanimarlos. Fenómenos como Ben-Hur, Quo Vadis o Lo que el Viento se Llevó, eran de obligada asistencia. Parecido a lo que pasó con Titanic. Luego, treinta años después, como un alarde, te decían, yo la última que vi...

Ya nada nos escandaliza. El cine está lleno de sexo, violencia, seres abyectos y estupideces (sobre todo en televisión) pero por más horrendas que sean, no se dice que «son fuertes».

El cine inteligente era de «arte y ensayo». Cintas exóticas y rarinas. A la salida, todos decíamos que nos habían gustado, aunque no entendiéramos ni papa. Recuerdo La Carcoma, de Bergman. Era de conflictos conyugales, cuando yo no tenía ni novia. Eso sí, dije que me había gustado... pero tendrían que pasar años y conflictos para comprender.

Los templos de este cine eran los cineclubes. En colegios mayores y salas sobrias, sin palomitas ni cocacolas. En León, el Candilejas, nos abrió los ojos. Con buena programación y algunos problemas con la censura. En Pucela, el Castilla, en Zaratán. Al salir alguna chica te pedía compañía, por lo apartado del barrio y la oscuridad de las calles. De alguno de esos acompañamientos, surgió alguna amistad. Hoy en León, la Sala del Albeitar. Es de agradecer.

Pero mis primeras películas fueron en el colegio. Se paraban las clases para celebrar ‘la semana de cine internacional’ que no era para niños. Recuerdo una china, sin doblar, sin escenarios y los actores varones porque las mujeres no estaban para fiestas, teniendo los pies destrozados, por la crueldad de la tradición China.

Más asequible, Mi Tío, de J.Tati. Pero, magistral, El Tercer Hombre. La trama de Graham Green; la música de Karas; la enigmática belleza de Alida Valli; la inocencia de Cotten y el cinismo de Welles, en una Viena de postguerra, repartida entre las grandes potencias. Si hubiera que elegir un pasaje, sería el negocio que Henry Lime –Orson– le propone a Martin –Cotten– para vender penicilina adulterada a los hospitales.

Desde la Gran Noria contemplan a la gente como puntos de alfiler. «Si por cada punto que eliminaras te dieran cien dólares, ¿cuántos borrarías, Martin?». Una tentación como la del diablo a Jesucristo: «Todo esto te daré». Poder para disponer del poder supremo que permite o decide quiénes han de vivir o morir: Dios, el Estado.

Llegados a este punto, por más que quiera obviarlo, no puedo evitar la semejanza con la Ley de Eutanasia de Sánchez. Ni los cien mil muertos, por la mala gestión: la manifestación feminista; las mentiras de Simón; la improvisación de Illa; las inhibición del Presidente y la escasa moral de Iglesias. Son muchos los puntos desparecidos de las calles de España que, de otro modo, podrían estar entre nosotros. The End.
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