jose-luis-gavilanes-web.jpg

El pin capital: Vergílio Ferreira

18/10/2020
 Actualizado a 18/10/2020
Guardar
El filósofo existencialista alemán Martin Heidegger afirmó que el ser humano no es alguien que se muera, sino que en sí mismo es un ser-para-la-muerte. Esta frase me lleva a una reflexión del papel de la muerte en el enésimo plan de educación, ahora subido de peso ante la amenaza del ‘covid-19’ y el debate parlamentario sobre la eutanasia. Lo hago en el sentido de si la muerte debe ser materia pedagógica para el adolescente por parte de sus progenitores y en las escuelas de manos de los maestros. Mi opinión es afirmativa, una vez el niño haya despertado del feliz sueño de los Reyes Magos, del mito de la cigüeña e impávidez ante el paraíso o el infierno.

Parto de la idea que si la educación procura la perfección en la conducta del individuo, el hombre sólo será perfecto cuando la muerte no pueda sorprenderlo. La vida no será verdadera y auténtica si apartamos de ella, como una apestada, nuestra muerte. Debemos enseñar que la vida es un milagro fantástico, pero que ha de estar iluminada con la evidencia de la muerte, y que ésta nunca tenga razones contra la vida. Esa es la distancia entre la vida y la muerte como medio de reconquista de un lugar para el agnóstico o el ateo en el que un ente sobrenatural ya no le pueda auxiliar.

Hay que enseñar al adolescente que la muerte no tiene nada de maravilla, ni es fenómeno que pueda considerarse raro, excepcional, imprevisto y apestado, sino que, por ser algo natural, auténtico, es tan veraz como la vida misma, incluso más cierto, porque la muerte presupone la vida y la vida presupone el azar. Solemos decir, cínica y compadecidamente de tal o cual finado que «le sorprendió la muerte», aseverando siempre, con razón o sin ella, que le pilló desprevenido. Hecho que no debería ser ni anormal ni extraordinario. La muerte exige un discurso, o mejor, una pedagogía tendente a ahorrarle el perfil de angustia y de sorpresa.

La ausencia más ácida sobre la muerte es la que se vincula al discurso político. Porque siendo la muerte lo más definitivo que tenemos en nuestra vida, sorprendentemente no figura (salvo en el ámbito sanitario para morir más despacio) en los programas electorales, tanto de los políticos de izquierdas, como del centro o de la derecha, “esos entes maravillosos entregados de cuerpo y alma a hacernos de modo desinteresado la vida más fácil y menos dolorosa”.

Hubo un gran escritor portugués, Vergílio Ferreira (1916-1996), nominado al Nóbel de Literatura (que sólo en Portugal lo ha conseguido su nada amigo José Saramago) –al que conocí personalmente y en el estudio de su obra me doctoré– del que se podría decir que mantiene una estrecha amistad con la muerte. En ella estaba imbuido desde el famoso racionalismo e injustificado temor a Tánatos: «No debemos temer la muerte, pues mientras está ausente no la conocemos y cuando ya estamos muertos no tenemos posibilidad de conocerla» (Epicuro); hasta el postulado antedicho de Heidegger. La muerte aparece en la obra vergiliana con todos los registros: en las personas y en los animales, voluntaria e involuntaria, infantil y provecta, heroica o vil, individual o colectiva, accidental o ejecutada. Muéstrase explícita desde el título de su segunda novela ‘Onde tudo foi morrendo’. En conjunto, se observa en sus personajes la paradoja que responde a las características esenciales de la condición humana: muerte y deseo de inmortalidad. Ver hasta que punto el hombre puede soportar una existencia sin trascendencia, y cómo despojado de un valor absoluto puede soportar su precariedad humana.
Lo más leído