El perro del párroco

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnino Alonso Requejo
22/01/2023
 Actualizado a 22/01/2023
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Era un pueblo de Alta Montaña que estaba empinado allí arriba como si quisiera lamber las estrellas. Como no tenía alcalde pedáneo, gobernaba todo aquello el párroco vitalicio que ya peinaba canas y costumbres arraigadas. Y, si había algunas diferencias entre dos vecinos a causa de una mojonera o un carril, pues ¡ala!, a consultar con el sacerdote que era buen componedor y más imparcial y medianero que el jueves.

El párroco que digo se llamaba Don Rogelio, aunque era más de derechas que la mano de santiguarse. Le habían puesto este nombre en memoria de aquel santo eunuco que había sido martirizado en Córdoba en el año 852, gobernando ABDERRAHMAN II.

El caso es que Don Rogelio vivía como si conociera lo que había escrito Píndaro entre los años 517-441 a.d.C. en la Pítica II:

"Llevar diariamente sobre el cuello
el yugo que uno acepta,
es lo que procede;
mas dar coces contra el aguijón
es camino resbaladizo".

Tenía el párroco un perro ceniciento y faldero al que los mozos habían bautizado con el nombre de SACRISTÁN, después de haberlo metido a remojo en el pilón de la fuente.
El caso es que SACRISTÁN no dejaba a su amo ni a sol ni a sombra, como si fueran mellizos. Y así pasaba que, en cuanto SACRISTÁN oía repicar la Campanona y la Campanina llamando a misa, ya estaba él en la Portalina esperando a que su dueño sacara del bolsón de la sotana raída aquella llave grandota de la puerta de la iglesia: una llave de encargo que había forjado a martillazos Pascual, que era el herrero del pueblo.

Como todos suponemos y acertamos, los mozos acudían en cuadrilla a la iglesia, no tanto por devoción cristiana cuanto por el qué dirán y evitar habladurías y cuchicheos entre las viejas del pueblo en el remanso acudidero de la solana. Porque en ellas se cumplía lo que había escrito Píndaro en la Pítica XI:

"Si alguna felicidad
se da entre los hombres,
no aparece sin esfuerzo".

Comenzada la Santa Misa con el "asperges me, domine, hyssopo, et mundabor" (Rocíame, Señor, con el hisopo, y quedaré limpio), ya estaba el perrillo SACRISTÁN tumbado bajo el altar, mirando al público, como quien tiene a cargo las buenas composturas del personal.

Por su parte, la cuadrilla de mozos se apelotonaba en el coro, con ganas de que se acabara el rezo antes de empezar.

Había uno de ellos, el AQUILINO era, que aún no había hecho la mili, y andaba más suelto que una cabra primala. Él era el encargado de ejecutar las pifias y travesuras que le encargaban los más mayores que él.

El mocito que digo se llamaba Aquilino por haber nacido un 4 de enero, fiesta de San Aquilino, martirizado en el siglo VI.

Lo llamaban «Aquí» y «Aquí», y era muy aparente para cualquier travesura.

En fin: que la cuadrilla de mozos, en la iglesia, se pasaban el rato ojeando a las mozas de buen ver. Porque, en este asunto, como dice el pueblo:
«¡El que mejor chifle, capador».

El caso es que el Aquilino tenía el encargo de mantener en vilo al perro del párroco. Y así, mientras el sacerdote se entregaba a fondo en la Consagración, ‘Aquí’ sacaba un rescaño de pan del bolso de la chaqueta de pana, carraspeaba tres veces, sacaba medio cuerpo sobre la balaustrada del coro y le enseñaba al chucho la golosina del pan oloriento.

Era entonces cuando el perrillo SACRISTÁN se sentaba sobre el entarimado, miraba fijamente al coro y babeaba y se relamía como un niño de teta, a pesar de que el sacerdote le atizaba algún puntapié por debajo del altar, como si aquello formara parte del ritual.

En fin, Señoras y Señores: que el pueblo salía de la iglesia limpiándose la frente con el pañuelo y sin enterarse de qué parábola hablaba el Santo Evangelio.
Y, ya en la bolera, el tío RECRISTA, que era algo coplero, cantaba a modo de asturianada:

"El Párroco tiene un perro
que oficia de Mayordomo,
pero, más que al Evangelio,
está atento al pan redondo
que le presenta Aquilino
tentado por el demonio.

Cuando el cura dice Amén,
el perro dice a los mozos:
como yo mando en la iglesia,
yo me lo guiso y yo me lo como".

Pero nadie se metía con los mozos porque le segaban la hierba a aquella viuda, le sacaban las patatas y le traían la leña para pasar la invernía.
Mozos eran, pero, a la hora de la verdad, cumplían a rajatabla las Catorce Obras de Misericordia y más que hubiera.

¡Que así sea y Amén!

(Ah, se me olvidaba decir que en las procesiones de Rogativas el chucho iba en cabeza y se paraba para los asperges delante de la portillera del huerto de su amo).
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