31/10/2018
 Actualizado a 12/09/2019
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Lo hemos visto incluso en León. Altos cargos de diferentes instituciones o empresas que paseaban con tan altas miras que era imposible incluso ponerse a la altura de su tobillo. Gentes que tenían todo el dinero del mundo, pero también todo el poder, con el que hacían y deshacían en despachos opacos o con demasiada luz, qué más da. Eran famosos y alardeaban de ello, porque se habían hecho a sí mismos. Ahora, pasean a escondidas, no sea que alguien les vaya a pedir cuentas. Incluso visten como si fueran pobres, como si nunca hubieran comido más de dos veces al día. Cuánta langosta tenían que devorar para llevar un poco de pan a casa... Es la imagen que quería dar Rodrigo Rato cuando estos días entraba en la cárcel, como si jamás hubiera sido lo que fue: uno de los hombres más poderosos de España.

Pero el hecho más llamativo no fue esa actitud de rico venido a menos, como si necesitara un Lázaro de Tormes para que le gestionara sus miserias. Rato, con vaqueros y un chaleco en un intento extraño de acercarse al pueblo llano al que jamás miró, entraba en la cárcel pidiendo perdón. Sí, él, el que fuera ministro de la España más altiva que se recuerda desde aquella en la que no se ponía el sol en el terruño patrio, el responsable de la economía de un Estado que quería estar a altura de EEUU aunque hablara catalán a la intimitat, dejaba atrás sus años de FMI y champagne para codearse con la delincuencia más chabacana, porque así realmente es este poder venido a menos.

Lo más alarmante es que pidió perdón. Como el rey, como Trillo. Como cuando pides perdón porque es más fácil que pedir permiso. Cierto es que en este país de desmemoria y fácil tiro a la rodilla no es común hacerlo, pero suena a último intento de limpiar conciencias ajenas, porque la propia no es fácil, y seguro que, en poco tiempo, lo veremos de nuevo en el yate. Sin vaqueros de 200 euros.
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