23/04/2021
 Actualizado a 23/04/2021
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No es ‘pelele’ una palabra de uso por estos lares. Ni ahora ni antes. No como en la villa y corte de Valladolid, donde se usa hoy menos, probablemente porque ya la población no es la que era, pero se usa, ya que, no en vano, además de ‘pucelanos’, apelativo del que nadie se pone de acuerdo de donde viene, se le asignaba ‘alubieros’, ‘pintores’, y, claro, ‘peleles’, palabra esta última que se vocalizaba reforzando el primer ‘le’.

Pero pelele es la palabra que creo que mejor define el estado personal que siento en estos últimos días de pandemia, virus y vacunación. Sin contar con la carga viral de hastío originada por los casi catorce meses de vaivenes médicos, mediáticos y políticos.

Pertenezco, por si alguien no se ha dado cuenta leyendo esta columna, a ese grupo de personas de entre 70 y 79 años, mantenida en el limbo las vacunaciones, que veía cómo había vacunas de éstas o aquellas para los de cincuenta a cincuentas y cinco, de ochenta hasta el final, de sesenta a sesenta y cinco, de los nacidos entre el cincuenta y dos y cincuenta y cinco (o así), de los de primera dosis y todo el batiburrillo al que estamos sometidos, mientras nos preguntábamos ¿Y nosotros, cuándo?

Y de pronto un día una llamada me dice, después de preguntar si yo era yo, si «quiere usted vacunarse mañana». Vaya sorpresa. No sólo por la llamada en sí, sino, también, por la forma «quiere usted». Pero bueno. Cómo que «quiere usted». Para algo tan trascendental, uno espera algo más de convencimiento, una comunicación que genere seguridad, no duda. Algo así como «mañana tiene usted hora para vacunarse» , más o menos.

Pero bueno, hágase el milagro, hágalo el diablo. Cómo no iba a ir. Y sin preguntar qué vacuna. La que me pongan.

Y allá me fui, al Palacio de Exposiciones, entré, me vacunaron, me dieron los papeles y me citaron para 28 días después. Fenómeno. Además, me dije, ya sé lo que voy a escribir en la próxima columna (que no siempre es fácil encontrar tema e ilustración): tengo que felicitar a la organización, el sitio, el trato, todo.

Y lo iba a hacer. De hecho lo hago, pero con la boca más pequeña, pues, mi gozo en un pozo, a los cuatro días empieza a desmadrarse todo, más allá de lo que de desmadre anual llevamos.

De pronto la vacuna de Janssen que iba a ponerse, no se pone. La de AstraZeneca sigue en el aire. La OMS dice que sí, La EMA dice que no. El plazo de junio para tener el 70% de la población vacunada pasa a ser final del verano, esta comunidad suspende la vacunación de AstraZeneca por la mañana de acuerdo con la ministra de sanidad, y es abroncada por la vicepresidenta por hacerlo a ‘su aire’, para luego, a las venticuatro horas reanudarse, y, mi gozo en un pozo, nos dicen que las segundas dosis se anulan para dedicar todo a la primera, sin explicación clara, sólo que así hay más población al menos semi protegida, decisión que, por cierto, tiene un enorme tufillo político, que no médico, de poder justificar, aunque sea a medias, el plazo de finales de verano para tener ese 70% cumplido. Incluso aplicar segundas dosis de otra vacuna, no solamente de otra marca, sino, además, de otro tipo.

Pero, a los dos días, la cosa no está tan clara, así que hay que esperar y ver, mientras voces dicen que las farmacéuticas recomiendan, como es lógico, pues ellas son las que más saben de su producto (aunque me parece que no todo), que se siga el procedimiento marcado.

Al fin, después de ponernos locos, todo vuelve a su origen. Aunque lo de AstraZeneca no sabe no contesta, en una diatriba con aires de artificialidad y guerra comercial.

Todo después de unas manifestaciones del 8M en el 2010 que no tenían importancia cuando hoy no se permiten ni aquellas ni las de un puñado de personas, unas mascarillas que incluso eran contraproducentes pero ahora obligatorias con peligro de denuncia, un virus que se pegaba a los botones del ascensor y las manillas de las puertas, pero que ahora no tanto.

Toque de queda, cierres y horarios en forma de catálogo variable. Y más y más.

Me siento zarandeado como un pelele. Además de indefenso. Como muchos otros. Como probablemente tú, lector, a quien te pido perdón por contarte mi vida.

En fin, que por primera vez en catorce años de esta columna, la voy a terminar como hace quince días, con la frase de Cicerón a Catilina: «Hasta cuándo, Catilina, vas a abusar de nuestra paciencia».
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