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El paso cambiado

24/10/2021
 Actualizado a 24/10/2021
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En el fluir de la calle, la gente camina a palpo, sin mirarse a la cara, la vista siempre fija en sus teléfonos, pero una fuerza misteriosa pone orden en el caos y permite a cada cual seguir su camino sin tropezarse con el resto. Se cruzan infinitas trayectorias, algunas de ellas completamente contrarias, como si las personas tuvieran sensores que, por el rabillo del ojo, les permitieran dejarse llevar por una riada que va donde todo el mundo quiere. Con sorprendente naturalidad se coordinan el que camina arrastrando los pies y la que avanza dando saltitos, el que pasea y el que corre, el que evidencia que no tiene prisa sino que sólo aspira a encontrarse con alguien y el que claramente llega tarde porque le estarán esperando en alguna parte. Un hormiguero perfecto. De pronto, en medio de la multitud, aparece una persona que avanza a una velocidad aparentemente normal, hacia una dirección que resulta tan centrada o tan perdida como la de los demás, pero hay algo que no cuadra: a todo el mundo le hace cambiar el paso, modificar su trazada, tropezarse... El caos pierde su orden. Como peatones son, por lo general, personas que quieren cruzar por un paso de cebra siempre cuando está a punto de llegar un coche, provocando un efecto dominó de frenazos y sustos y a veces de accidentes. Como conductores, generan atascos sin quererlo con su marcha desacompasada. Por la misma carretera pueden circular camiones como dinosaurios, macarras como relámpagos e incluso coches diminutos a su ritmo cansino y temerario que nadie estorba a nadie y todo el mundo puede escoger su velocidad sin depender de los demás, hasta que aparece uno de estos conductores, ni muy rápido ni muy lento, ni muy echado a la cuneta ni muy arrimado al centro, y es capaz de entorpecer al resto de vehículos sin excepción, haciendo frenar al macarra, virar al camionero y poniendo el peligro al más prudente de los viajeros. Como amigos, son esos que, independientemente de la hora o del día del año, te llaman siempre en un momento que resulta inoportuno, los que nunca quieren colgar aunque les digas que están corriendo delante de un río de lava. Es gente que nació con el paso cambiado, que vive en una especie de ámbar social: no sabes si van a frenar o a acelerar en el momento decisivo pero tienes la certeza de que, de alguna manera, van a incordiar. Piezas, a fin de cuentas,que no encajan en ningún puzle.

La pandemia ha disparado su número. A todos nos han salido más capas y por la calle se contemplan cada vez más escenas de inadaptados a esa prisa que tiene ahora la gente por recuperar el tiempo que en realidad tampoco sabe a qué hubiera dedicado. Cada cual echa de menos lo que quiere de lo que nos robó el virus: los conciertos, apoyarse en la barra para sentenciar, las saunas, el roce de las discotecas o las partidas de cartas. Hay incluso gente que parece que echó de menos las manifestaciones, que son la mejor expresión de reconquistar las calles de las que un día nos echaron. Este jueves en León se celebraron cuatro, para demostrar, por si alguien lo dudaba, que en esta tierra no entendemos bien lo que es el término medio.

En los pueblos hay una garantía de éxito para las reivindicaciones: en verano, después de misa y antes del vermú. Lo mismo puedes conseguir firmas contra un vertedero que a favor,apoyar al alcalde o a su oposición y vender papeletas para sorteos que nunca se celebrarán... En las ciudades, sea cual sea el motivo de la convocatoria, hay que tener muy en cuenta el horario de los partidos de fútbol, que por lo general hay todos los días, si se quiere alcanzar el éxito, porque el fracaso de una manifestación es la exhibición pública de tu debilidad, como un enfado a destiempo. La paciencia se suele acabar cuando no debe y terminas contestando mal a quien menos lo merece.

Quizá alguna de las cuatro manifestaciones que se celebraron el mismo día en León fue también un enfado a destiempo. Tampoco hay que ser paranoico: igual que los sociólogos determinan cuál es la mejor calle de una ciudad para realizar una encuesta, quizá acordaron también que el 21 de octubre era el mejor día del año para manifestarse en León. Ni invierno ni verano, ni frío ni calor. Jueves, en mitad de la semana. El objetivo era ciertamente ambicioso: por la mañana queríamos ser algo así como Reinosa luchando por Sidenor, por la tarde forajidos defendiendo el ferrocarril del lejano Oeste, después ejemplares hombres de nuestro tiempo y terminar el día reclamando nuestro derecho a la autodeterminación. Las cuatro manifestaciones tenían sus argumentos perfectamente justificados (será por motivos en esta provincia) y eran, en cierto modo, complementarias, pero si querías participar en todas tenías que pedirte el día libre en el trabajo, en el caso de que lo tengas, que a menudo ese es precisamente el motivo que te lleva a apoyar cualquiera de ellas.

Cuatro manifestaciones en un solo día indican, por un lado, que algo pasa y, por otro, que hay algún interés en que no pase nada. Y lo que pasó este jueves es que, al final, la calle se llenó de gente a la que cambiaron el paso. Y no pasó nada más, claro.
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