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El pasado no nos da de comer

26/09/2022
 Actualizado a 26/09/2022
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Tenemos una tendencia excesiva a hablar del pasado glorioso, de vivir de nostalgias y recuerdos, muchas veces recuerdos endulzados y romantizados por los relatos, o por el paso del tiempo. Es humano, como decíamos la pasada semana, porque seguramente necesitamos héroes (no hablo por mí, que soy poco de héroes y de milagros), porque necesitamos sentirnos mejor que lo que podemos permitirnos en el presente. Todo esto parece aumentar con la crisis galopante en la que vivimos: es normal girar la cabeza hacia cualquier cosa que nos salve, que nos anime, que nos insufle algún orgullo (¡ay, esa palabra!), ya que el presente no nos ofrece prácticamente nada.

Es verdad que también existe una tendencia infantiloide que pretende justo lo contrario: olvidar el pasado y hacer como si la historia hubiera comenzado ayer. Para estos neofilósofos que sobre todo se alimentan de las redes sociales, todo lo anterior no vale para nada, era equivocado, ni siquiera se manejaban los parámetros de hoy (como si comparar otras épocas históricas bajo la lupa de lo que sucede en la actualidad tuviera el más mínimo sentido), y en sus continuas andanadas propagandísticas no paran de vender ese presentismo, ese adanismo muy poco científico, pero tremendamente emocional. Cuando la emoción se impone a la razón, llegan los problemas.

Pero, como digo, existe el mismo peligro en regodearse en las glorias del pasado, sean reales e inventadas, tanto da. Aunque comprensible, en efecto, por la necesidad que tienen los humanos de agarrarse a algo, lo cierto es que muchas veces se habla de acontecimientos que se pierden en la niebla de los tiempos, que en poco, o en nada, tienen que ver con lo que nos sucede hoy. No soy nostálgico, la verdad. Por supuesto, me gusta preservar lo que fuimos (incluido el patrimonio, tantas veces descuidado), me encanta la Historia, pero creo que todo eso necesita ser corroborado en el presente. Hay que dar la talla hoy, a ser posible. Lo mismo nos sucede con la tradición: nada en contra de ella, pero un pueblo tiene que mirar más hacia el futuro que hacia el pasado. Y, si no lo hace, si busca una especie de autocomplacencia en todo lo que fue, lo más probable es que se quede fosilizado en medio del curso de la Historia, muy acompañado de las piedras y de los viejos ritos y relatos, eso sí.

Todo esto no nos afecta sólo a nosotros: creo que es un mal que se ha instalado en las últimas décadas, con una tendencia cada vez más peligrosa al elogio ciego, o poco menos, de todo lo propio y al desprecio de todo lo ajeno, sólo por ser ajeno. Lo estamos empezando a ver en el contexto internacional.

Yo, más modesto, o más doméstico, pensaba eso contemplando ayer el partido de la Cultural Leonesa frente al Córdoba, ya ven qué cosas. Sólo es fútbol, es cierto, y no debe ser tomado como modelo de nada, como marco para analizar absolutamente nada fuera del fútbol, sólo es un entretenimiento, un espectáculo, pero para los que tenemos un corazoncito cosas como las de ayer duelen. A muchos les resultarán completamente irrelevantes, y probablemente lo sean. Pero de inmediato pensé en ese afán por insistir una y otra vez en la gloria antigua, en este año del Centenario, y del poco apego al presente, visto lo visto. Bien está recordar alguna hazaña del pasado, sacar pecho por esta centenaria trayectoria, de acuerdo, pero me parece que va a ser muy difícil celebrar nada, al menos con un poco de alegría, con la demostración de absoluta impotencia futbolística de ayer ante los cordobeses, por muy cordobeses que fueran (no hicieron nada del otro mundo, salvo tener puntería y correr. Y sí, una calidad superior, que suele notarse precisamente en la definición). Ahora bien, si el propósito es salvar la categoría, conformarse con algún resultado aseado y poco más, dígase ya.

Pero no es el fútbol (a pesar de que escribo con la decepción del indiscutible fracaso a flor de piel) el tema de esta columna. Es, como digo, ese exceso de celebración del pasado remoto, esa pasión por la nostalgia que a veces nos distrae (y mucho) del aquí y el ahora. Pongámonos de una vez con el aquí y ahora y ya luego, si acaso, celebramos todo lo celebrable y nos decimos cosas muy estupendas. Hagamos cosas, por favor, y no nos enseñoreemos en las mieles de los recuerdos (sobre glorias pasadas que, además, lograron otros).

La realidad es que hay un giro global hacia la celebración del pasado, cuando deberíamos estar proyectándonos hacia el futuro. Como nuevos románticos, nos vestimos de los ropajes de antañazo, levantamos las viejas pasiones, y nos conformamos. Es, desde luego, una de las estrategias de los nuevos adalides de lo identitario, que, como es lógico, necesitan símbolos y el tremolar de las banderas. ¿Acaso no lo acabamos de ver en el funeral de Isabel II? Porque este es un asunto global. Es un preocupante asunto que está sembrando la división de los pueblos y la polarización que a algunos interesa de manera muy especial. Y, estúpidamente, no dejamos de ahondar en ello.

La aberración política del ‘brexit’, de la mano de políticos con escasas luces, lleva al Reino Unido a reivindicar las glorias del viejo imperio que ya no existe, sólo la cáscara. El desmesurado espectáculo al que hemos asistido no sólo encierra un componente comercial (una marca de éxito, esa monarquía), un componente de negocio, sino una intencionalidad simbólica, narrada con la perfección debida, ahí no hay discusión posible, que busca, es cierto, aglutinar una población y amasar una identidad común en momentos de gran tribulación. ¿Suficiente en los tiempos que corren? Tengo dudas. A pesar del gran aparataje mediático, del derroche de pompa, de esa lectura medievalizante que adorna un relato mágico y literario, tribal como el relato de un chamán, la realidad económica y los cambios sociales pueden llevar a una crisis paulatina a una institución, y a un país, que ha vivido demasiado tiempo pendiente de los perfumes coloniales y de esa celebración de la antigua grandeza. En fin: el exceso de pasado empieza a ser una carga.

Lo mismo sucede con los populismos que reinventan imperios, que desempolvan mapas, que animan a las sociedades a creerse la política emocional. Italia parecía sumarse a esta ola celebratoria del pasado, y precisamente no de sus momentos más dignos de celebración. Europa tiene a su favor, eso sí, que no necesita sacar brillo a las lanzas herrumbrosas, sino hablar de la modernidad, de la ciencia, de la razón, y dejar los cantos tribales. Esto es lo que los ciudadanos de hoy debemos defender, porque, como sabemos de sobra, el pasado no nos da de comer, aunque algunos lo crean.
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