09/12/2016
 Actualizado a 13/09/2019
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El escritor que se precie se encontrará aislado si al tratar de pergeñar cualquier idea se deja llevar por la envidia o la maledicencia, fuentes que desembocan en el lago pantanoso del rencor. En ese caso no dejará de dar otras soluciones literarias que las previstas, es decir, las que acarrean la indiferencia de sus lectores. Es por ello que, con modesta intención, tiño de humor este artículo de mi columna.

Hace unos días dejé olvidados en Badajoz, en casa de un amigo –junto con el pendrive donde también permanecía guardado el texto– los doscientos sesenta folios de mi última novela, un escrito que tenía intención de enviar a un prestigioso concurso literario, por ver si sonaba la flauta de un premio al que, cada año, se presentan alrededor de quinientos escritores (¿dónde anda metido tanto escritor?), buena parte de ellos sudamericanos, autores, ya se sabe, de concisa y delicada prosa.

Pasados los primeros días, el colega que guardaba el pendrive y los dichosos papeles no me los había facturado, por más que le hubiese instado, ora en broma ora en serio, a que por Dios me los enviase. Visto lo cual, mi hijo aprovechó un asunto teatrero que le urgía en tierras extremeñas, se llegó a Badajoz y, expectante ante el cariz que estaba tomando el rumbo novelesco del padre, se encargó con premura del envío de los papeles: llegó a correos y pagó para que le garantizasen, lo más urgente posible, la recepción en León del paquete. Le prometieron que mañana por la mañana, antes de las diez, este envío estará en el referido número 6 de la calle Demetrio Monteserín.

A las siete de la mañana el que suscribe, en pijama y sin ganas de enterarse de qué iba la película televisiva que acostumbraba a ver de madrugada, aguardaba impaciente la llegada del correo. No me empezaron a faltar motivos para poner en entredicho la calidad de la urgente demanda y, de paso, a Correo Express de León o de Badajoz, vaya usted a saber a quién correspondería la culpabilidad, pues aquel 31 era el último día señalado para el envío de originales a Barcelona y el que suscribe esperaba en esos momentos en la puerta de casa la llegada del desdichado cartero, o como pueda denominarse ahora al portador de cartas y paquetes.

Espigado en la calle, como un Tancredo, miraba a un lado y a otro por ver la llegada de la moto o del coche derramando urgencias por las esquinas. Y me dieron las diez y las once, las doce y… muy cercana ya la una de la tarde apareció un motorista, dubitativo en la esquina del bar Güisca (siempre será Güisca, aunque haya cambiado de nombre, el bar donde tantos años dejó constancia de su pericia jugando al tute mi padre) el repartidor con un paquete en la mano. Miraba a un lado y a otro desorientado. Y entonces, cuando intuí que iba a darse media vuelta, empecé a agitar los brazos y a gritar desesperado desde el portal: oooiiiiga oooiiiga, joven, por aquíí!!!!, ¡¡¡de la vuelta y venga hasta aquí, por favor, oooiiigaa!!!

El repartidor, ora me miraba abstraído, ora miraba a sus espaldas y se encogía de hombros, y yo no dejaba de señalarle el paquete (el que él llevaba en la mano) y de decirle que llegase hasta mi portal: abría los brazos y le orientaba, en son de compañerismo, hacia la entrada de la casa de mi madre: ¡El paquete, traiga el paquete!, suplicaba yo. Mi hermana había salido a la calle y me acompañaba en el empeño, pese a lo cual el repartidor dudaba y, desde la esquina del Doctor Fleming miraba para atrás pensando, quizás, que aquella pareja se dirigía a otra persona o (qué si no) que se había topado con un par de desequilibrados. Llegué raudo hasta la esquina en pijama, como puede suponerse, en busca del tesoro que el cartero se negaba a entregarme. Le di mi nombre, la dirección de mi casa, mi biografía futbolística (era demasiado joven el muchacho para reconocer al ‘Cerebro’ que yo insistía en mostrar encogiendo la barriga), y, sobre todo, procurando que no se percatase de la desesperación que, a no dudar, me embargaba.

Sin soltar el paquete, me mostró a las claras la dirección donde había de entregarlo, en el portal de un protésico dental de la propia calle del Doctor Fleming. Comencé a acordarme, en ese momento, de Correo Express y de la madre que parió a sus urgencias, justo cuando aparcaba frente al portal el auténtico Correo Express, un coche del que descendió un currante llevando en volandas el paquete. Aquel 31 de octubre, como decía, era el último día para el envío de originales, de manera que decidí acercarme a correos, guardé la preceptiva cola y, por correo ordinario, envié el paquete que, a no dudar, ja ja, me habría de convertir en el futuro Premio Nadal de novela en enero de 2017: La novela de Lucho Daponte, una historia que me ha tenido entretenido estos tres últimos años.
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