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El pan de azúcar

13/01/2019
 Actualizado a 07/09/2019
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Cuando se viajaba poco, la llanura de León podía ser para un adolescente berciano poco menos que un país de ficción. Para entonces, como tantos niños leoneses, yo había conocido el mar en Asturias, pero me faltaba otra emoción, esta vez no prevista: la de descubrir la meseta del Duero. Mi primera amanecida desde la ventana de mi cuarto en el seminario de La Bañeza, fue infinita. Tantos años después, sigue viva en mí. Con el sol rojo invadiendo, desde sus ráfagas lentas, el verdor horizontal de la ribera del Órbigo. Supe entonces que el sol que brota en la llanura fluvial no envidia a ningún otro amanecer. Y si yo hubiera sido poeta, habría escrito un libro entero en aquella mañana humilde y fundacional del 28 de septiembre de 1967.

Pero aquella llanura nueva también fue, muy pronto, el azúcar. El olor dulzón de la remolacha que producía el humo blanquísimo que salía por las chimeneas de la Azucarera, una factoría que estaba cerca. Olor que se adentró en mí, como un sol inmaculado y comarcal. Yo tampoco conocía aquel aroma de otoño, ni el mundo campesino del que procedía. Pero lo supe entonces porque muchos de mis compañeros del seminario eran hijos de labriegos. De hombres envejecidos, de manos resecas, que ganaban poco y que, en el mejor de los casos, tenían unas motocicletas baratas marca ‘Guzzi’, en las que acercaban a sus hijos a La Bañeza. Hijos que viajaban entre la espalda de su padre y las bolsas de tela, donde llevaban sus pertenencias.

A partir de aquel amanecer me levantaba muy pronto para ver el despliegue del sol sobre la llanura fluvial de La Bañeza, ciudad de poetas y músicos, de confiteros y de chicas que eran realmente muy guapas. Y eso que los seminaristas solo las podíamos ver a lo lejos. En la ciudad también había un kiosco donde yo compraba el periódico furtivamente, saliéndome un instante de la fila rigurosa en la que íbamos los estudiantes por la ciudad, camino de la pradera de La Corneta, junto al puente de hierro. Y eso era porque el periódico estaba prohibido, dado que hablaba del ‘mundo’. Que, junto al demonio y la carne, eran los enemigos del hombre.

He leído que no es improbable que la azucarera, que cerró hace años, vuelva a funcionar. Me alegro mucho por la ciudad, por los trabajadores. Si ese día llega, esté donde esté, iré a La Bañeza y volveré a ver el humo, y a oler el aroma del azúcar, y a ver el sol nuevo en el campo. Y a ser aquel muchacho lírico y provinciano, aunque eso lo suelo ser siempre. A mucha honra.
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