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El oso y la vacuna

13/09/2020
 Actualizado a 13/09/2020
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El oso que vieron en Caboalles de Abajo iba a su bola sin meterse con nadie y ajeno a las miserias que nos acechan a los seres humanos. Cuando fue sorprendido por un conductor, se lanzó a correr con paso elástico y se permitió una mirada de refilón antes de desaparecer. No parecía, como digo, muy abrumado. A mí me gustaría ser ese oso. Hay gente de todos los perfiles, incluso quien se presenta voluntario para ponerse una vacuna, pero si pudiese tomar una elección en estos momentos, me cambiaría por él. A las puertas del otoño, con la luz mermando, la perspectiva de hibernar con el estómago atiborrado de arándanos se antoja un plan envidiable. Siempre me ha fascinado su capacidad para tirarse meses enteros durmiendo y en las noches de insomnio, en lugar de contar ovejas (que coincidirán conmigo en que es más prosaico), me pongo en el lugar de esa masa oscura y ronroneante: el abdomen hinchándose suavemente, el hocico húmedo y feliz, mientras fuera se desploma una nieve inmortal.

El oso de Caboalles, seguramente, estará rascándose la espalda en un tronco y no pensará en ninguna de estas cosas. Su horizonte serán los frutos salvajes y algunos panales repletos de miel. El nuestro, sin embargo, parece más sombrío. En algunas Comunidades, incluso en el propio Gobierno, se las prometían muy felices anunciando las vacunas para Navidad. Los virólogos, poniendo cara de virólogos, lo veían más difícil y deslizaban la idea de que la cosa podía ir para años. A diferencia de los plantígrados, que pese a su fama de perezosos rara vez abandonan sus quehaceres, aquí seguimos mareando la perdiz y viendo pasar los meses improvisando sobre la marcha. En algunos colegios leoneses, la noche antes de que se incorporaran los niños, los profesores movían mesas desesperados. En ese sentido, más que a los osos, los españoles tendemos a parecernos a las gallinas que, como mucho, en invierno, ponen menor cantidad de huevos y cacarean con menos énfasis. No olvidemos, además, que les salen del culo, algo que también suele suceder con algunas de nuestras ideas más celebradas.

El oso de Caboalles trotaba con ardor y, a tenor de su aspecto, le espera un invierno confortable. Esperemos que ningún cataclismo perturbe su sueño. Solo faltaba que, después de que se les escapara a los chinos, le fuéramos a meter el bicho en la cueva, y entonces sería el acabose. Larga vida al oso de Caboalles, a quien estamos tardando en ponerle nombre.
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