06/02/2021
 Actualizado a 06/02/2021
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Creo que por muchas columnas que escriba nunca olvidaré esta, en la que me dirijo a ustedes la misma semana en la que vivo confinada junto a mi familia por haber dado positivo en coronavirus. No se alarmen, hemos tenido suerte, solo síntomas leves. Cierto cansancio, fatiga, sed estratosférica, un poco de tos, todo ello similar a un resfriado suave; sin embargo, cuando escuchas otros testimonios y ves las noticias, cuando te das cuenta de lo que podría haber sido, no sabes cómo liberarte de ambos, de la tristeza y del pánico. Una de las cosas que más duelen es contemplar desde la enfermedad la guerra de las vacunas y el negocio que se está estableciendo en torno a ellas. También resulta altamente ofensiva en circunstancias como esta la picaresca mezquindad. Es completamente repulsivo saber que hay quienes se sirven de cualquier artimaña, contacto o herramienta para adelantarse en la cola. ¿De verdad esas personas pueden dormir tranquilas? ¿Pueden seguir adelante sabiendo que su dosis podría haber salvado otra vida expuesta al peligro? Es curioso cómo en este asunto de las vacunas se ha pasado de la duda al ‘sálvese quien pueda’. En ocasiones como esta es cuando tristemente corroboramos que, aunque la bondad es más frecuente, la maldad humana no tiene límites.

Mientras me despido, leo en un diario que la OMS, en sus actuales investigaciones en Wuhan, busca el germen del Covid-19, la sospecha sobre su origen siempre ha estado en el aire. ¿Naturaleza o laboratorio? Para algunos todo es posible, para otros pura vena conspiranoica. En todo caso, ¿quién dejaría pruebas a la vista un año después? ¿No habría que ser muy tonto? ¿Qué quieren decir con eso de que han aparecido nuevos datos? ¿Aportarán luz o pueden suponer el final de la concordia? Tenemos la sensación de vivir permanentemente en episodios de series ‘millennials’. Murciélago o probeta, nada podrá devolvernos la vida que era nuestra y ni lo sabíamos.

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