El oráculo de Ciriaco

Laly Dbt
31/03/2019
 Actualizado a 18/09/2019
La primavera llegaba a mi pueblo en carromato. Se anunciaba con una algarabía de hojalatas y el traqueteo de unas ruedas, recorriendo el camino que se retorcía por el fondo del valle.

En la enciclopedia de la escuela y en las coplas, nacía montada en alas de mariposas y entre amapolas, pero en la vida real la traían un hombre y un burro polvorientos. Cuando la primavera y Ciriaco, el hojalatero, subían la cuesta del pueblo montados en el carro, venían para quedarse y ya nadie sentía frío, aunque al día siguiente cayera la nevada del siglo, que Ciriaco era hombre de palabra y para nosotros, un oráculo.

Aquel día, los vecinos se quitaban el único abrigo que tenían y tiraban con la chaqueta de lana hasta que el verano asomara tras las cumbres. Ése era el momento de poner el ‘look’ veraniego, que consistía en arremangarse la camisa de paño y dejar la chaqueta anidando polillas y alcanfor, hasta que el otoño golpeara cuarterones y ventanas.

En aquel pueblo, las estaciones las marcaba el cielo, menos la primavera, que era cosa de Ciriaco. Sigue sin saberse qué fue de él, si se lo llevaría aquella expedición desesperada, venida de Pensilvania en busca de consejo, sospechando que su marmota Phil alargaba los inviernos, llevada por la pereza. Contaron que, al otro lado del Atlántico, el dos de enero de aquel año estuvo soleado, la marmota Phil reculó al ver su sombra en el suelo y volvió a la madriguera, anunciando otras seis semanas de invierno. Será mejor pensar que al pobre hojalatero se lo llevó un mal otoño y no pusiera precio a su palabra.

Cómo no añorar la sencillez de aquellos ritos cuando los centros comerciales, siempre con el reloj adelantado, anuncian la llegada de la primavera, con el frío calándonos hasta el tuétano. Quién se resiste a comprar la camiseta y los zapatos de nueva temporada, provocando una lucha en los cajones del armario, entre los que exigen el inmediato estreno y las botas y jerséis de lana, que se niegan a replegarse. Qué tiempos aquellos en que un abrigo era el rey de los rigores invernales y todo lo demás, era ropa de entretiempo. Cuando abrochar y desabrochar botones o subir y bajar mangas, marcaba la temperatura, sin estos quebrantos de cabeza.

Y en éstas ando, recién parida la primavera, plantada ante las puertas del armario, sin saber a qué bando defender, en la guerra que se está librando dentro.

Y me sorprendo a mí misma murmurando: Ciriaco, por Dios ¡qué me pongo!
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