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El niño, el pozo y nosotros

28/01/2019
 Actualizado a 07/09/2019
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La historia se parecía precisamente a esas pesadillas infantiles: el agujero profundo del bosque que se traga al que pasa. Pero era un agujero real, en un lugar inhóspito, una montaña de roca brutal, cuarcita, decían, que no se dejaba domar. Aunque el agujero, con sus setenta metros perforados, estaba allí. No podía haber una descripción más infernal. A nuestro cerebro acudían las imágenes del tubo escueto, ese lugar negro que viajaba al centro de la tragedia: alguien grabó la boca del pozo y el vídeo pronto se hizo viral, como suelen hacerse los vídeos de las desgracias. Pensamos en esa sensación terrible de perder la luz, de escurrirse en las entrañas de la tierra como una piedra lanzada al mar, y luego, cuando supimos que había una especie de tapón, y no se llegaba al cuerpo del niño, y las horas pasaban, la angustia se fue acumulando como el peso de toda la montaña sobre nosotros. Trece días que nos conmovieron. Y ahora, tras el final que nos temíamos, la catarata de reproches, y la otra montaña: los escombros del morbo.

Cada vez que nos afanamos en retratar la tragedia con todo lujo de detalles se hace más profundo nuestro propio pozo. Es muy humano preocuparse por la suerte de nuestros semejantes, mucho más de un niño pequeño e indefenso que se encontró demasiado pronto con las trampas infinitas de la vida, que se topó con la muerte de un modo tan injusto como absurdo, en la intemperie de los juegos. Imaginar ese horror nos hace recordar los días en que sorteamos pozos, barrancos, canales y terraplenes, en nuestras correrías infantiles. Tuvimos suerte en aquel estallido de libertad, cuando en verano regresábamos cuando caía la noche casi tropical, advertidos de los peligros de andar por el mundo con aquel desparpajo de la primera inocencia. El mundo era entonces interminable, y tuvimos suerte, pudimos dar esquinazo a la oscuridad y al mundo aciago, evitamos la más mínima fractura, aunque caímos de los árboles, aunque corrimos entre viñas y nos deslizamos peligrosamente por los neveros. Superamos el miedo del mundo abierto, donde también habitaba, a buen seguro, la posibilidad del desastre. Por eso pensamos en Julen cuando se lo tragó la tierra. Pensamos en ese paso aciago e involuntario, en esa infinita complicación que terminó siendo una pesadilla que engordaba cada día en las pantallas, hasta que, de pronto, supimos que se había convertido en el único relato, y eso nos provocó cierta incomodidad. La atención se hizo enfermiza, un suspense que parecía de una novela de terror, una narración compulsiva de los centímetros que se le ganaban a la roca. Algo que nos hacía contener la respiración de un modo que juzgamos solidario. La angostura del hueco nos contagió. Nos oprimía la incertidumbre. Nos parecía una burla que la montaña se complaciera en presentar obstáculos brutales, pero al tiempo se escribía sobre el monte desmochado, pétreo y terrenal, semejante ya a una gran cantera, una historia de gran humanidad, de gran empatía, y, quién lo iba a decir en este país, de extraordinario trabajo en equipo.

Recuperado el cuerpo del niño más allá de la madrugada, tras un esfuerzo ímprobo de gentes sin duda maravillosas, sobre Totalán se hizo el silencio y el abrazo. La liberación que nos da el no poder hacer más no podía esconder el nombre de la muerte. Pero en todos los días anteriores, el ruido mediático se había ido haciendo ensordecedor. Mientras los profesionales ponían en marcha una maquinaria que combinaba grandes perforadoras y brocas llegadas de puntos distantes del país, explosivos para cargas controladas, ingenierías que intentaban romper la tiranía de la montaña, mientras los mineros aparecían sólo para hacer magníficamente su trabajo, sin ceder un ápice a la tensión del momento, la información se desbocó, se diseminó en rumores, que nacen a menudo en contextos de debilidad con aviesa intención, se bifurcó en mil detalles, en análisis detallados y compulsivos, en una obsesión que las pantallas reflejaban con esa fuerza brutal que tiene la lucha por la vida narrada en directo y, sobre todo, narrada contra reloj. Nada como la desgracia para que algo se convierta en lo único importante en el universo mediático: lo sabemos, porque sucede cada vez más a menudo. Lo bueno se niega o se esconde, la verdadera noticia es la que alarma, la que revienta las costuras del día sosegado, la que describe la tormenta. Discernir entre la necesidad de saber y la sobredosis vertiginosa, el exceso, o, incluso, el magnetismo del relato oscuro, es un asunto complejo. Pero, a fin de cuentas, era nuestra desgracia: la más cercana, y, por tanto, la más empática.

El suceso del pequeño Julen es sólo uno, pero la realidad en el corazón de la montaña vivía ajena al desarrollo en los infinitos escenarios mediáticos, donde las palabras hervían y los silencios faltaban. Se bifurcó el asunto, entre la amargura cercana, el dolor íntimo, las luces que iluminaban el desenlace triste en plena madrugada, ese silencio de trescientas personas que construyeron mano con mano un rescate ciclópeo, y esa explosión de la noticia que crecía en todas direcciones, que cabalgaba sobre el ritmo acelerado de esta contemporaneidad necesitada cada vez más de vértigos, de emociones que a veces se confunden con los escenarios de la ficción.

Es cierto que sólo un guionista de terror hubiera podido concebir un final de rescate como el que se narró con una precisión que, sin embargo, nos hería a cada hora que pasaba. Es humana la atención, qué duda cabe, la esperanza improbable, la emoción de la gente. Otra cosa, que eso se vuelva peligrosamente intenso, que eso envuelva y vicie de alguna forma la narración de la noticia. Pero, a qué extrañarse. Vivimos tiempos de alarmas y de miedos, vivimos con la conciencia de que nada bueno es, definitivamente, suficiente como para poder opacar el golpe inmenso y brutal de una tragedia. Hay informativos que encadenan a diario una docena de informaciones de eso que antes se llamaban los sucesos. Esta idea de una sociedad violenta, alterada y en perpetuo estrés, adocenada por la tensión continua, en todos los planos, desde lo local a lo global, no puede ser saludable. No es, desde luego, lo que esperamos de la única vida que tenemos. Es verdad que la realidad debe ser contada: pero, ¿debe ser exprimida? ¿Hay que apurar el cáliz amargo siempre hasta las heces? ¿Hay que alimentar a la masa con la dosis de carnaza necesaria para mantenernos atentos, y ajenos, sin embargo, a otros lados de la existencia?

Lo que queda es un contraste demoledor. Esa imagen persistente de grúas blancas y amarillas, ese monte tundido a golpes en el intento desesperado de tantas personas buenas, los generadores arrojando una luz que quería despertar la noche, las tierras removidas, las rocas desgajadas, y, al final, el cuerpo del pequeño Julen, en crudo contraste con la brutalidad de la tierra. Una historia que lamentablemente no es ficción, pero que se ha contado con los aderezos del ritmo televisivo, con la parafernalia de mil cámaras y mil micrófonos atentos al movimiento más leve, recabando voces de lo que sólo era el temblor de los silencios, excavando más y más en las almas heridas, cumpliendo quizás con los dictados de este tiempo en el que todo lo terrible ha de alcanzar el centro de lo cotidiano, en el que no se ahorra un gramo de crudeza.

Nos queda, eso sí, el silencio de la gente que hizo tanto, y el de la gente que entró en las entrañas de la tierra. Sus rostros compungidos. Ni un asomo de exceso, ni una palabra de más. Sólo el trabajo. La serenidad del dolor, el respeto y el adiós tras tanto infortunio, tras tanta injusticia. Pues no hay mayor injusticia que la muerte. Es verdad que, en este tiempo turbulento, donde se cruzan palabras a menudo feroces, donde crecen los odios, donde se dan cita tantos asuntos que nos desquician y nos amargan, este tiempo en el que la norma parece ser la infelicidad, donde parece haber especialistas en sembrar de oscuridad cada minuto de nuestras vidas, este triste suceso nos devuelve cierto calor, nos permite regresar a la solidaridad, a la compasión y al amor. Como ya sugirió alguien, Julen se ha ido rescatándonos de las mezquindades que a veces nos asaltan.
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