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El neofranquismo (y IV)

26/05/2019
 Actualizado a 17/09/2019
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Con el triste ‘ranking’ de ser el país con más enterramientos irregulares existentes después de Camboya, la España neofranquista no quiere saber que hay víctimas de la Guerra Civil desaparecidas indigna y anónimamente soterradas en fosas comunes. Y eso a pesar de existir la Ley 52/2007, aprobada el 26 de diciembre de 2007, más conocida como Ley de la Memoria Histórica. Nacía esta ley con la pretensión de terminar de una vez por todas con las demandas hacia los ‘paseados’ perdidos sin exhumar. En la docena de años transcurridos desde su aprobación, se estima que tan sólo se han abierto escasamente un 20% de las 2.500 fosas comunes. Por tanto, no ha existido verdadera voluntad para dar solución al problema, porque a la citada ley unos la consideraron tibia y otros la han ninguneado mientras han detentado el poder. Incluso hay personas que se permiten impunemente hacer chanza en ello, como el diputado del PP, Rafael Hernando, quien ha llegado a decir: «Algunos han recordado a sus padres solo cuando había subvenciones para encontrarlos». Sin embargo, pese a lo que se dice en semejantes círculos, la exhumación no la mueve el dinero, ni el rencor, ni el carácter vindicativo, sino el deseo de hacer justicia, colocando los restos bajo tierra en el lugar que dignamente merecen. No paree ser esta la opinión de algunos de nuestros bienintencionados compatriotas, para quienes hay que dejar, a modo de un ‘noli me tangere’, a los muertos en paz allí donde se encuentren. Que todo ello es agua pasada y ya no mueve molino. No reabramos, pues, las heridas aparentemente cicatrizadas, ni juguemos a tirarnos los muertos los unos contra los otros como arma arrojadiza.

Sin embargo, apenas oímos decir que se desmemorice el holocausto nazi o que haya que olvidarse de Stalin, Pol-Pot, Somoza, Ceaucescu, Pinochet o Milósevic, por poner algunos ejemplos detestables, porque se piensa que todo debe permanecer en la memoria y la historia se venga de quien trata de olvidarla. A los que por fortuna no vivimos la Guerra Civil, nos dejaron bien claro durante la dictadura quiénes eran los ‘buenos’ y quiénes los ‘malos’. Y a los primeros les levantaron monumento porque cayeron «por Dios y por España», y placas de mármol con sus nombres y apellidos en las fachadas de la iglesias, algunas de los cuales perduran o, con mucha pereza, han ido desapareciendo. Y hasta se levantó la más alta cruz del mundo sobre una faraónica basílica. Y nada nos dijeron a los que estábamos en la edad más tierna de aprender que hubo compatriotas nuestros perdidos y abandonados en una Europa en guerra por el único delito de haber tenido otras ideas y defender un gobierno y una constitución justamente implantada. Claro que hubo miserables hijos de puta entre los vencidos y los vencedores y, tal vez, no más de un lado que de otro. Lo humano y lo social son dos factores heterogéneos. La diferencia está en que los victoriosos envanecidos no tienen disculpa. Hay que evitar que el fuerte encuentre pretextos para abusar del débil y que el débil convierta su resignación en un vicio casi gustoso.

Un país que se precie de democrático no puede permitir que miles de sus ciudadanos asesinados –hayan sido por rojos, azules, blancos o negros– permanezcan enterrados en el olvido fuera de los cementerios. Conmovedora ha sido la noticia recientemente difundida del hallazgo en una fosa del sonajero de un bebe junto al cadáver de su madre, Catalina Muñoz, una palentina de 37 años ejecutada por los azules en septiembre de 1936.
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