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El neofranquismo (III)

19/05/2019
 Actualizado a 07/09/2019
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El neofranquismo niega el holocausto y, con él, como si no hubieran existido, los alrededor de 8.000 españoles republicanos que perecieron en Mauthausen y en otros campos de exterminio nazis, entre ellos una treintena de leoneses. Porque para Franco y su gobierno, todo aquel que no se hubiese sumado al ‘glorioso movimiento» no merecía, no solo la nacionalidad, sino la vida.

Todas las páginas que se han escrito sobre el genocidio en los campos de exterminio nazis se prestan a suspicacias, porque, en casos muy aislados, las declaraciones de los afectados están salpicadas de contradicciones, inexactitudese, incluso, exageraciones. En este sentido, los dos hechos que más polémica han suscitado son: la cifra de muertos y la existencia de las cámaras de gas. A ello se añade el tópico, extendido sobretodo por la prensa estadounidense, de identificar ‘perseguido por los nazis’ con el hecho de ser judío. Nada más horrible que ver el espectáculo de niños con la estrella de David sobre el pecho, arrojados dentro de los hornos crematorios; ni nada más injusto y bestial que hacer sufrir a los seres humanos por tener una nariz ganchuda o llamarse Ismael, Moisés o Isaac. Pero entre 1933 y 1945, los nazis no sólo gasearon a judíos sino a personas de todas la nacionalidades, creencias religiosas, tendencias políticas y clases sociales.

Dicho esto, para sus negacionistas y revisionistas, el propalado exterminio de millones de seres humanos y la existencia de las cámaras de gas, a pesar de imágenes y testimonios irrefutables, es una quimera del movimiento político judío para engrandecer y realzar la verdad de los hechos. Desde la publicación del libro ‘La mentira de Ulises’ (1950), de Paul Rassinier, y posterior Informe Leuchter, entre otros negacionistas, la crítica aritmética y ontológica no ha dejado de lanzar cargas de profundidad contra el holocausto. Por lo que a los españoles nos atañe, el belga Leon Degrelle –condenado a muerte por colaborar con los nazis, siendo acogido por Franco en España donde se benefició de una falta de extradición y del amparo de los ultras– publicará, hasta su muerte, acontecida en Málaga en 1994, numerosos textos en los que refuta categóricamente que hubiese habido cámaras de gas.

Es perverso que la denuncia de un dato erróneo se utilice para ningunear los testimonios en su conjunto y para desautorizar al testigo denunciante. Pero, como acertadamente señaló años atrás, en un artículo publicado en El País Semanal, Jorge Semprún –que estuvo deportado en el campo de concentración de Buchenwald–: «Exagerar el horror de un detalle falsificándolo para comprender el horror en su conjunto, es un procedimiento humano, demasiado habitual, que habría que evitar a toda costa en la literatura testimonial de los campos nazis».

Quienes han optado por la distorsión y falseamiento intencionado de lo real han hecho un flaco servicio a la verdad y su conjunto, dando alas alos revisionistas para arrojar dudas sobre el horror de los campos de exterminio nazis. Tal fue el caso del catalán Enric Marco, un camandulero tramposo al que no justificaba su único deseo de difundir el martirio de los muchos compatriotas que sufrieron la barbarie nazi, ante la apatía silenciosa de los sucesivos gobiernos españoles. Con tal tipo de impostores, la verdad o la ficción dejan de tener una línea claramente divisoria. Los neofranquistas de hoy y Enric Marco afirmando ayer lo que no había sufrido –aunque por ser descubierto tuviera que desmentirse– es llegar al mismo punto, aunque por caminos diferentes.
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