12/05/2019
 Actualizado a 13/09/2019
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Salvo iniciativas aisladas, parece inconveniente dar cobertura a contenidos que puedan generar debate periodístico (o, más en boga, monólogos superpuestos) alrededor del franquismo, por ser éste ya un período ultrapasado. Desde las cimas del poder se ha insistido más en el olvido que en cerrar un pretérito no resuelto. Pero mientras exista sin resolver ese tiempo de infamia, jamás habrá olvido. Por mucho que se trate de cubrir el pasado con un manto de silencio, la memoria de la dictadura franquista, dado su enorme lastre represivo, también tiene su arrastre generacional. Pese a ello, se actúa en ciertas esferas como si no hubiera existido ninguna experiencia traumática.

Por lo general, se corre un tupido velo sobre el pasado guerracivilista con la disculpa de que hubo barbaridades luctuosas por los dos lados. Las ejecuciones de Paracuellos valen para contrarrestar atrocidades como las de Guernica, Badajoz, Málaga...., o las más de mil quinientas víctimas ejecutadas por los golpistas en León sin previo comportamiento asesino por parte republicana.

Ciertos políticos, a los que hemos oído últimamente en período preelectoral, han mostrado con argumentos falsos e insultos un preocupante déficit democrático. Como si el buen gusto y la verdad estuviesen de vacaciones. Lo que demuestra que aún no se ha producido una total y definitiva ruptura con la dictadura. Por lo tanto, es lógico que perdure una herencia generacional que repugna el régimen democrático al tener sólo cabida el autoritarismo de partido único. De este modo siguen perennes grandes rasgos de tipo dictatorial. La acusación antaño de comunista a cualquier crítica a la dictadura, se tilda hoy de populismo y repulsa al pluralismo democrático.

Pero el neofranquismo –prefiero este vocablo en España al de ultraderecha o extrema derecha– no es solo unionista sino también claramente ostensible. Buena prueba de ello es que en la España democrática del siglo XXI sigue habiendo títulos nobiliarios que homenajean a quienes protagonizaron los peores crímenes de la Guerra Civil y posterior mano dura, a pesar de que el dictador lleva más de cuatro décadas bajo una losa. Un nieto del ‘represor de Sevilla’, posee el marquesado de Queipo de Llano; el sobrino paterno del ‘carnicerito de Málaga’ es el II marqués de Arias Navarro; y un hijo del general que perpetró la masacre de Badajoz mantiene el título de marques de San Leonardo de Yagüe. Las distinciones fueron otorgadas en su día con carácter perpetuo y hereditario gracias a una ley promulgada por su «excelencia superlativa», pero inexplicablemente esas leyes y esos títulos no han sido derogados.

Por otra parte, nunca nadie ha explicado por qué no se conoce claramente la herencia de la familia del Caudillo ni se haya justificado su origen, como tampoco se ha investigado acerca de algunas propiedades, como el conflictivo pazo de Meirás; ni casi nadie entiende que exista una Fundación Francisco Franco, que, encima, ha recibido subvenciones gubernamentales. ¿Entenderían hoy los alemanes que existiese una Fundación Adolf Hitler; o los italianos una Fundación Benito Mussolini y, además, con embolsamiento de dinero público?

El neofranquismo existe, y no sólo solapado o presumible en unos miles de exaltados monopolizando la enseña y vivas a la España llena o vacía. Aunque se evite nombrar al difunto, eso no obsta a que perdure la morriña o saudade de su estela bajo una veintena de escaños, como si fuera un Lázaro galaico al que todos los días se invocara diciendo: «Levántate y anda».
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