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El museo vacío

17/05/2020
 Actualizado a 17/05/2020
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Apasiona lo insólito. A lo ajeno, a aquello que no nos dedicamos, suponemos atributos extraordinarios, comportamientos únicos, actitudes heroicas. Por el simple hecho de ser distinto o desconocido no puede ser tedioso o cotidiano. Debe tener mítica y mística. La epopeya del trabajo en la mina, en el hospital o en el frente de guerra está escrita por quienes, en el mejor de los casos, han visitado de forma fugaz un tajo, unas urgencias o una guerra. Ningún minero, sanitario o soldado canta las glorias de sus propios trabajos sino que, a la mínima ocasión, los aborrecen o banalizan y se limitan a reclamar más medios y una mínima seguridad. El mito se relata desde fuera, como se contempla una tormenta desde la ventana para convertirla en literatura.

Los museos cultivan la extrañeza. Por una razón parecida, más allá de las obras que exponen, el mayor misterio de los museos se suele localizar en sus lugares menos accesibles, que nadie se resistiría a conocer: los almacenes, los laboratorios, los archivos. Y, por encima de todos ellos, el espacio temporal más recóndito, aquel en que no penetran ni siquiera los trabajadores del museo que frecuentan los demás lugares: la noche, el museo cerrado, vacío. La noche sublima las prohibiciones del museo haciendo de él un lugar vedado y habitado por los espíritus que se le suponen. Le convierte en ficción y suspense, como si las obras colgadas en sus paredes fueran diferentes en la oscuridad del museo vacío de lo que son cuando están iluminadas. Alberti escenificó ese mito en medio de la irrealidad de la Guerra civil. Una parodia fílmica reciente lo retrata como un vigilante nocturno corriendo por los pasillos perseguido por el esqueleto de un dinosaurio. En las salas del museo, el noctívago o el polizón son personajes de Allan Poe. De ahí también el tirón de enseñar las interioridades, como si ocultasen algo; o el éxito de las ‘noches de los museos’, que por lo común consisten en ampliar el horario y las actividades.

Mañana, 18 de mayo, se celebra el Día de los Museos, pero llevan cerrados un par de meses. Alguien pensaría que un museo cerrado es ideal: las obras se conservan mejor, se gasta menos y su conocimiento se difunde incluso más y mejor gracias a los medios digitales. Son el tipo de gente que está de acuerdo con que el partido de fútbol perfecto acaba cero a cero.

Los museos aguardan el toque de rebato para abrir sus puertas, mientras hacen acopio de protecciones, en especial esta vez para sus moradores, propios y visitantes. Muchos esperamos con apetencia el momento de deambular de nuevo por sitios donde solemos disfrutar. Quizás cuando vuelvan a darnos lo que ofrecen, volveremos a pretender visitarlos en las horas de cierre, como están ahora. El museo se comporta como la caverna que solo nos deja entrever aquello que deseamos contemplar. Es un velo más que un cristal. En el museo vacío no hay más que penumbra porque allí no se guarda nada que no traiga uno consigo.
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