10/11/2019
 Actualizado a 10/11/2019
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Hace treinta años cayó el muro de Berlín; unos meses más tarde, en julio de 1990, viajé desde Hamburgo hasta la capital de la Alemania del Este. La autopista tenía muchas torres de vigilancia, tétricas y oscuras, en las que ya no había nadie. El paisaje era muy llano y verde, y de cuando en cuando aparecían enormes humaredas, procedentes de los tinglados industriales del comunismo. Coches pequeños, los Trabant, iban a 80 por hora, abarrotados de personas y enseres, con cierto aire de refugiados. Los alemanes del Este, lo vería luego en Berlín, parecían vivir en una época muy anterior a la del calendario. Como si el tiempo se hubiese quedado detenido treinta años antes, cuando se construyó el muro.

Berlín Este tenía aún muchos edificios bombardeados, incluso en el centro. No se habían rehabilitado después de la guerra. Trenes urbanos muy anticuados cruzaban las aguas de los canales. Los espléndidos museos que alberga la ciudad tenían las paredes desconchadas, una iluminación muy deficiente, y unas señoras muy gordas que atendían las taquillas y vigilaban las salas con una enorme desidia. El comunismo real había sido un fracaso muy grande, y una buena parte de su presupuesto se dedicaba a la policía política y a las torturas.

Me acerqué a la puerta de Brandeburgo. Había por allí muchos turcos que alquilaban picos de diverso tamaño para que la gente pudiera contribuir a la destrucción del cemento del muro, ya en muchos tramos agujereado y demolido. Era de un material muy rebelde, no resultaba fácil arrancar aquel fruto tan sólido y pétreo. Recuerdo a un alemán muy alto, fornido, que había elegido el modelo de pico más pesado y que, muy activo en su labor, sudaba y perseveraba como un coloso.

Junto a los arrendadores de los picos y las palas, había unos mercaderes, también turcos, que se dedicaban a vender prendas militares del ejército ruso, que por aquel tiempo estaba abandonando sus muchos destacamentos en Berlín. Compré un gorro de cosaco, que todavía conservo. El ambiente era festivo y también de absoluta perplejidad. No podíamos entender que aquel muro, lo que simbolizaba, estuviera allí, arruinándose gozosamente, en una tarde soleada, entre jóvenes sonrientes, ancianos emocionados, y grupos de turistas de la Europa Occidental. Ahora sí que la historia estaba cambiando. Lo nunca imaginado, sucedía. Días después volví a España con una caja llena de pequeños trozos del muro. Que sigo guardando con todo el cariño.
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