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El monje Ferrari

03/07/2021
 Actualizado a 03/07/2021
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Enfundado, al principio, tras su pantalla, el hombrecillo, atendía a los visitantes con ligereza temerosa. El virus anda suelto y no es cosa de quedarse con él cuando uno ronda los noventa. Me lo encontré en Ávila, recientemente, visitando la Casa Natal de Santa Teresa. Atendía la tienda de recuerdos y objetos varios en torno a la santa. A través de la pantalla, desgranaba consejos, recuerdos, apuntes sobre vida y milagros de la reformadora carmelita. Recomendaba libros: «Mira, leyendo este, se convirtió Edith Stein, la primera mujer a punto de llegar a catedrática, discípula de Husserl. Yo me lo he leído ya cinco veces».

De memoria meteórica y agudeza descriptiva, lo mismo me llevaba al Renacimiento místico que recordaba a la comunidad carmelita que regenta la Parroquia de San Lorenzo de León o el colegio San Juan De la Cruz. O viajábamos a fugaz cadencia de Medina del Campo a Sevilla, o a la India más recóndita. Toda una vida de lides, lances y parlamentos. Luego me enteré de que Vicente es fraile. Carmelita. No podía ser de otra forma. Y recordé la historia de Julian Mantle, un abogado de éxito que, tras sufrir un ataque al corazón, queda sumido en una suerte de crisis existencial. Entonces, el jurista, toma la radical decisión de vender todas sus pertenencias y viajar a la India. Será en un monasterio del Himalaya donde aprende lecciones de vida que los monjes imparten sobre la felicidad, el coraje, el equilibrio y la paz interior. Julián vende sus pertenencias, Ferrari incluido, hecho este, el de la venta del bólido, que da título al libro. Luego, el letrado, se queda enclaustrado.

Pero a Vicente no le hace falta Ferrari, porque lo lleva de serie.

En un momento de la conversación, cuando el calor de las palabras le iba haciendo tomar confianza, salió de detrás del mostrador. Su andar era renqueante y pausado, del que ha acumulado fardos de kilómetros andariegos. Quería enseñarme la casa, recién reformada. «¡Ay hija! ¡cuánto te estoy entreteniendo!». Pero el hombre desconocía la verdad. Era fantástico recoger esa vitalidad que garantiza que nunca es tarde para seguir reteniendo bríos. «¿Sabes lo que me mantiene en pie?, la ilusión de seguir adelante».

Y le seguí en volandas, por los pasillos del convento, recordando las palabras de otra santa Teresa, la de Calcuta, que decía: «Cuando por los años no puedas correr, trota. Cuando no puedas caminar, usa un bastón. ¡Pero nunca te detengas!».

¡Cielo santo!, ¡qué difícil era seguir a Vicente por el claustro! Volaba. Definitivamente, a él no le hace falta un Ferrari, lo lleva de serie.
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