11/08/2022
 Actualizado a 11/08/2022
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Los veranos de Castilla, la vieja Castilla mesetaria de secano e infinito, están hechos para mirar al cielo. A ras de suelo los girasoles han ennegrecido cabizbajos, la tierra quema hasta la madrugada y la única sombra la ofrecen catedrales de pacas de paja en las anchas plazas vacías de los campos segados. Casi nada ocurre aquí abajo en agosto salvo la sed, el calor y la esperanza de la noche. Cuando se acerca, comienza el espectáculo. Los colores del suelo se mudan al cielo en sensuales atardeceres de fuego que nos hacen levantar una mirada que permanecía baja desde el alba para evitar la severidad de un sol cruel y poderoso. En los pueblos desiertos se obra el milagro de la vida y de las puertas salen en tromba los niños de acogida estival que no conocerán el otoño mientras los mayores arrastran sillas para comenzar el serano. La oscuridad prende un firmamento más pesado que las nubes de tormenta y aplasta reincidente el horizonte. En agosto, en la Castilla reseca, llueven estrellas a puñados y se trazan solas las constelaciones.

Este levantar la vista fascinados y minúsculos lleva forjando gentes desde antiguo. Una de las obras maestras de Salamanca, la bóveda del cielo pintada en la biblioteca de la Universidad, reproduce una noche de 1475 que será la misma este fin de semana. Esa enigmática triple conjunción de Venus, Marte y Saturno en el signo de Cáncer dibujada con delicada precisión por Fernando Gallego asesorado por los astrónomos de la época se repite ahora y no volverá hasta 2060. Estamos bajo el mismo cielo intermitente de una Castilla poderosa pero que aun no había descubierto América. El mismo cielo de una Salamanca que todavía no conocía al Lazarillo, sin Catedral Nueva ni calavera ni rana ni fachada plateresca en la Universidad, ni Fray Luis de León, ni imponente Plaza Mayor, ni Unamuno. Y sin embargo, bajo el mismo cielo, todos somos el mismo hombre postrado ante la profundidad misteriosa de las mareas del tiempo.
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