El menhir

Por José Javier Carrasco

30/07/2022
 Actualizado a 30/07/2022
| MAURICIO PEÑA
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La piedra era un menhir. Sin duda. Se alzaba en una ladera del monte. Cuatro metros de altura por dos de base. A su lado una cruz. El viento sacudía las copas del bosque de pinos próximo y recorría a rachas regulares las urces. Un efecto de cuento de hadas. Los niños escuchaban las explicaciones del director del colegio. Un hombre atlético con una cicatriz en la barbilla. El origen del menhir debía remontarse a seis mil años atrás. Del corro de niños escapó una exclamación admirativa que envaneció al director. Los niños le estudiaban mientras hablaba. Santiago, el líder del grupo, aguardaba ansioso a que el director cometiese el primer error para hacer su apostilla. Santiago, un niño rubio con un bigotito incipiente, miraba con inquietud en dirección al autobús que los había traído hasta allí. El conductor dormitaba. Santiago había olvidado su mochila en el autobús y se debatía en la duda de si ir a buscarla o ridiculizar antes al director. En la mochila, Santiago tenía un montón de objetos a cada cual más valioso. Como el último número de la revista ‘La Cruz Gamada’, con un interesante artículo sobre la posible dieta vegetariana seguida por Rudolf Hess en sus últimos años de vida. Además, Santiago viajaba siempre con una pistola de fogueo por si tenía que amedrentar a alguien. Por último, Santiago, un niño como cualquier otro, a fin de cuentas, si no fuese porque había crecido demasiado rápido, guardaba en un compartimento especial de su mochila, un frasquito con una solución de ácido lisérgico que pensaba añadir al agua de sus compañeros en la comida. Si el conductor curioseaba por el autobús quizá descubriese la pistola y aquel frasquito, e informase al director. Parecía un tipo entrometido. No le había visto nunca antes y eso que Santiago se pateaba la ciudad, como cualquier otro miembro del grupo ‘Los Inmortales de Nietzsche’, buscando información que fuese útil para sus actividades. «Nuestros antepasados los íberos erigieron estas piedras», enhebró el director. Santiago decidió dejar pasar por alto el error y después de advertir con un gesto a su amigo Marcos que dejaba todo por unos minutos a su cuidado, se escabulló hacia el autobús a rescatar la mochila, con la idea de refugiarse allí si empezaba a llover y terminar entonces de leer el artículo sobre Rudolf Hess.

La carretera se abre ante él, recta e inacabable, bordeada por algunos árboles que se elevan hacía el cielo. No había nadie esperándole cuando dejó el Centro Penitenciario de Villahierro, y si esperase alguien, nada habría cambiado, porque tenía decidido, desde hacía tiempo, hacer solo el Camino de Santiago. Delante de él camina una pareja de peregrinas que le marca el ritmo. Cuando se aburra las adelantará, se mantendrá unos kilómetros como guía y luego permitirá que le adelanten ellas; mantendrá ese juego hasta que lleguen a León. Si no se cansa antes e intenta ligárselas. Una de las peregrinas se ha detenido a consultar un mapa. La otra, sin volverse, se detiene. Es como si se hubieran comunicado telepáticamente. Cuando termina de ver el mapa y lo devuelve a la mochila, la otra se pone en movimiento. Realmente curiosa la compenetración de esas dos. Como la suya con Marcos desde que se conocieron en el colegio. Nada más verse parecieron acordar un pacto. En él, Santiago llevaría la voz cantante, pero siempre tendría que consultar las decisiones importantes con Marcos. En la intensa mirada que cruzaron supieron que pensaban lo mismo, que probablemente habían pasado por lo mismo y que les esperaba hacer grandes cosas juntos. El tiempo que permanecieron uno al lado del otro, el pacto se cumplió a rajatabla. ‘Los Inmortales de Nietzsche’ fue solo el prólogo del rosario de grupúsculos por los que pasaron. En ninguno de ellos llegaron a destacar, a ocupar puestos clave. No era ese su objetivo. Lo suyo era la acción por la acción. Rápidos y eficaces, cada vez más profesionales. Alternaban la política con la delincuencia común: pequeños trapicheos de drogas, robos a pequeña escala e incursiones en alguna manifestación de ácratas, vigilancia de sindicalistas...

Primero ficharon a Marcos, que se tragó el marrón por los dos. A partir de aquel momento, nada fue igual. Aparcó la política. Se metió en trapicheos de mayor envergadura. Por fin, una mañana le pillaron también a él en Algeciras con un kilo de hachís. Cuando cerraron a su espalda la puerta de la celda de la comisaria, comprendió que Marcos había sido una especie de talismán, que por alguna razón, al detenerle, perdió su efectividad. La mujer que va delante se para de nuevo, esta vez a sacar de la mochila un impermeable. La otra ya lo lleva puesto. Han entrado en la ciudad. Empiezan a caer unas gotas que arrancan del asfalto el engañoso brillo de unos pequeños círculos dispersos antes de compactarse en una capa uniforme, luminosa. Santiago decide apurar el paso, adelantarlas. Al pasar a su lado descubre que son japonesas. Llega a una plaza ajardinada. Tras los árboles se adivina una iglesia. La mirada resbala por una escultura abstracta que le recuerda algo que no sabe concretar. Posa los ojos en una placa al pie de dos bloques de piedra que dan cabida a un tubo metálico de bronce por el que corre la lluvia. Intenta leer lo que dice sin lograrlo. Tiene tiempo, aún faltan al menos cinco minutos hasta que las dos japonesas le alcancen. El corazón le da un vuelco cuando lee el nombre de Buenaventura Durruti. La escultura es un homenaje a ese tarado. Pero, ¿por qué allí? La placa explica que aquel era el lugar donde nació. La imagen de hace unos momentos se concreta. En ella mira un menhir bajo la lluvia desde el interior de un autobús al tiempo que lee un artículo sobre Rudolph Hess. Se distrae con un perro que ladra a unas palomas. Las japonesas ahora le adelantan a él y le hacen un vago gesto de saludo sincronizado.

Basado en la fotografía del artículo de ‘Trazos’ titulado ‘Peregrinos o el homenaje a Buenaventura Durruti’ aparecido en LNC el 25 de marzo de 2020.
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