28/11/2019
 Actualizado a 28/11/2019
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El duque de Lerma, valido, (algo así como primer ministro), del Rey Felipe III, fue uno de los mayores golfos que hemos tenido que soportar en España. A pesar de contar su familia con una riqueza considerable, se hizo inmensamente rico utilizando, ¡ya entonces!, el pelotazo urbanístico. Este buen señor convenció al Rey para trasladar la corte a Valladolid, dónde tenía muchas propiedades, que vendió al Estado para acomodar a toda la pléyade de funcionarios que tuvieron que hacer las maletas hacía la capital castellana. A los pocos años, una vez materializado el negocio, convenció a su señor para volver a la Villa y Corte, abandonando Valladolid definitivamente. Supongo que esta nueva mudanza también supuso un mayor incremento de patrimonio para el buen duque. El caso es que, a punto de perder el favor del monarca, y temiendo por su vida, se hizo consagrar cardenal, para así volver su persona inmune. El pueblo de Madrid, muy sarcástico desde siempre, no tardó en cantar una copla que decía: «el mayor ladrón de España, para no morir ahorcado, se vistió de colorado», aludiendo al color que visten los príncipes de la iglesia. ¿A qué os suena? Parece mentira que ocurriera hace cuatrocientos años.

Hace, poco más o menos los mismos años, los europeos en general, y los españoles en particular, estábamos empezando a cocinar los maravillosos productos que nos llegaban de las Indias, recién descubiertas. Les debieron de parecer ‘Súper Alimentos’, regalos de los Dioses. Los tomates, las patatas y el cacao debían venir directamente de un laboratorio natural inconmensurable, regido por Dios o por sus primeros ministros. ¿Había en el mundo algo más rico, algo más sensual y energético? Seguramente no. No quiero ni pensar si en vez de ser descubiertos y traídos a Europa por una banda de andaluces, gallegos o extremeños, parias de la tierra a los que no les quedó otra que huir del hambre y de la miseria, lo hubieran hecho los holandeses o los ingleses, gente alimentada y satisfecha en su avaricia. Valdrían todo el oro y toda la plata que esos mismos desarrapados sacaban de las entrañas de la nueva tierra. Con el tiempo, aquellos alimentos consiguieron paliar el hambre que periódicamente arrasaba las tierras del viejo mundo; sobre todo, la patata.

Ahora, cuatrocientos años después, los europeos y los países descendientes de los anglosajones, hemos descubierto otros manjares, también procedentes del altiplano y de las selvas de América del Sur, que nos son vendidos como el nuevo maná que hará que nuestra vida sea mejor, más larga y prolongada. La quinoa, la maca, las semillas de chía o la spirulina, son el nuevo pasaporte para la vida eterna. Debemos pensar muy en serio en todo este tinglado. Además del cargo de conciencia que deberíamos tener por consumir productos cultivados a tres o cuatro mil metros de altitud por unos paisanos que apenas ganan con ellos lo justo para subsistir, tendríamos que tener en cuenta el impacto ecológico que supondría su siembra masiva en aquel hábitat tan particular. A todo ello, habría que sumar el coste que supone traerlos a Europa desde nueve mil kilómetros de distancia... Esto, por lo visto, no es tenido en cuenta por los ecologistas, que han sido los primeros en consumirlos. Sin negar sus innegables cualidades nutricionales ni sus beneficios sobre nuestra maquinaria corporal, corremos el riesgo de que sólo los coman los ricos, puesto que de baratos tienen poco, por lo que los únicos que vivirán más y mejor son los de siempre. También hacen que nos olvidemos de los alimentos, también súper, que hemos comido desde la noche de los tiempos y que nos han aportado mucha de la salud que ahora disfrutamos, como son los garbanzos, las habas, las lentejas, el arroz, las berzas, las corras de chorizo o las sopas, y que han hecho de nosotros lo que somos. Además, ¡vaya uno a parar!, son infinitamente más ricos y placenteros. Supongo que, con el tiempo, también lograremos condimentar a los nuevos con la misma largueza y aprovechamiento, pero no creo que den para tanto. Unas habas con almejas, unas lentejas con chorizo y un cocido por su sitio, son platos perfectos, imposibles de mejorar. Y nos dan energía ‘ambute’, no tengáis duda.

Lo que quiero decir con todo el rollo escrito hasta ahora, es que el esnobismo, la petulancia y la opulencia son cualidades innatas de los seres humanos. Y que la memoria es la inteligencia de los torpes, por lo que no la hacemos mucho caso, olvidando, de pronto, todo lo heredado de las generaciones anteriores a la nuestra, que ya habían vivido y padecido todos nuestros terrenales problemas. Incluso los que produce la falta de gobierno. Salud y anarquía.
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