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El mantel de la cocina

02/04/2023
 Actualizado a 02/04/2023
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A Jorge le gusta seguir exactamente el mismo orden de prendas para vestirse y desvestirse, repetir itinerarios y encontrar a la misma gente porque le alteran los desconocidos. Además de estas manías que podríamos atribuirnos cualquiera, y por haber nacido en un pueblo, a Jorge también le gustaba dar una vuelta completa alrededor de cada árbol, hubiese los que hubiese, y beber agua en cada caño de cada fuente que encontrase en el camino, sin importar ese elemento que no computa en su mundo: el tiempo. No se sabe de qué rama quedó prendida su mirada dejando unos ojos como ausentes anidando en la cara del niño. Tampoco se sabe en cuál de aquellas fuentes se ahogaron sus primeras palabras, un mal día convertidas en silencios. Ni cuándo empezaron a molestarle las caricias y los roces mientras sus manías crecían como su cuerpo, mutando en obsesiones, sus enfados en embestidas y un goteo de síntomas alarmantes anunciaban a sus padres que el Autismo vivía en casa, que no tiene cura, ni coge vacaciones, ni duerme y que la labor que les aguarda es muy dura.

Sara escudriña el dibujo del mantel tantas veces como se sienta en la mesa, antes de colocar la taza entre las cerezas y el racimo de uvas que rasca con la uña, comprobando que siguen perennes en el hule. Con el tazón ya en el punto exacto, coloca la cucharilla sobre una ramita de cerezo en la que descansa un canario. De izquierda a derecha: cerezas, taza, uvas, cucharilla sobre la ramita y canario. No hay excepciones ni prisas, ni más función que organizar su desayuno, comida y cena de cada día, durante cinco años. Sara era una niña tranquila que hablaba poco, escuchaba menos y sonreía nada, a pesar de las terapias y esfuerzos de toda la familia. Que levantase la cabeza al nombrarla alguien o repitiese una palabra oída, era festejado por todos menos por ella misma, ausente de su propia vida. Tenía su mundo exquisitamente ordenado, sin lugar para muñecos ni humanos, hasta que una mudanza desbarató su calma. Los tratamientos e ingresos se sucedieron hasta que la familia, sospechando que la mudanza motivó el caos, regresó a su antigua casa. Sara echó un vistazo a la cocina y se negó a volver a ella hasta el día en que su abuela trajo un cuaderno y una caja de pinturas y con toda su torpeza dibujó un pájaro. Sara lo miró con un interés impropio de ella, antes de correr a la cocina con un puñado de pinturas. Aunque no era la mesa de antaño, se sentó en el lugar donde comió hasta la mudanza y a falta de hule, pintó cerezas, uvas y un pájaro sobre una rama. Cogió un tazón, lo puso en su lugar exacto y remató colocando la cucharilla sobre la rama pintada. De izquierda a derecha: cerezas, taza, uvas, cucharilla sobre la ramita y canario. El mundo recobró su orden y Sara su calma. El dibujo del hule de la cocina era todo lo que había necesitado y ella lo repuso, a su manera.

Hoy se celebra el Día Mundial del Autismo y me apetece darles voz con estos dos casos, uno severo y otro leve. Hombre y mujer. Rural y urbano. Lo más diferentes posible pero igual de duros. Casi dos décadas después, Jorge vive en un centro especializado en Valladolid y Sara vive con su pareja en Zaragoza. El día que rescató las frutas y el canario del hule de su cocina, se acabaron los tratamientos y su única terapia se convirtió en pasión: la pintura, aunque aún se niegue a llamarlo profesión, prueba de que personas con autismo pueden llevar una vida plena socialmente.

Recabando información y adentrándome en el infinito mundo del Autismo, sus fases, tipos, síntomas, detección… es casi inevitable asociarlo con nuestra actual forma de vida y me pregunto a qué fuente se nos cayeron las palabras. Dónde está la gente que sacaba sillas a la puerta, a la sombra del sol o al sol del invierno, dejando rodar las palabras hasta que llamaban las faenas o el sueño. La misma gente, la misma silla y los mismos temas porque escaseaban las primicias. Los días gris interior, en que las palabras se trababan, los silencios ocupaban las mismas sillas y eran los ojos los que hablaban. Eso fue antes de convertirnos en desconocidos para el mundo e invisibles para nuestros vecinos, que hasta los buzones se han desprendido de los nombres y reciben paquetes del otro extremo del mundo identificándonos con un código postal, una calle, número, piso y letra.

Si hablamos de síntomas autistas, de ausencias, túneles, espejos, rutinas, fobias y laberintos… desde el más absoluto respeto, creo que bien podría diagnosticarse autismo a la sociedad en que vivimos, tan llena de soledades y silencios, tan falta de miradas, roces y empatía. Ojalá sepamos reaccionar, recuperemos tiempo para sacar la silla a la puerta y charlar con el vecino. Para perderlo mirando el estampado del mantel de la cocina, rodear todos los árboles del bosque o bucear en las fuentes en las que se ahogaron las primeras palabras de Jorge, antes de ser diagnosticado de TEA. Hoy, una sonrisa a cada persona con autismo y un abrazo a los que componen su vida.
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