jorge-frances.jpg

El manifestante sin causa

24/05/2018
 Actualizado a 12/09/2019
Guardar
Siempre me fascinaron los hombres tozudos, ese puñado de personas que son capaces de apostar todo a un número, a una idea, a una certeza inquebrantable, a la lucha que acaba devorando una vida. Hay un hombre que lleva años de protesta perpetua. Cada mañana se aposta frente a la Consejería de Cultura en Valladolid con su pequeña pancarta de palo para exigir la dimisión del director general de patrimonio. O mejor dicho había. Porque hace tiempo que no lo veo en su manifestación matinal solitaria. Ya no está, y su ausencia imperceptible se nota, como cuando alguien se hace un nuevo corte de pelo y le miras raro sin saber por qué. En las últimas semanas, cuando por rutina pasa a rojo el semáforo de la avenida de Salamanca, él ya no es parte del paisaje memorizado, que a veces es más potente que el paisaje real de ese minuto escaso que uno aguarda con cierta ansiedad la luz verde. Los conductores nos revolvemos extrañados sin decirnos nada, pensando lo mismo sin cruzarnos la mirada, como si faltara algo en la coreografía comunitaria ‘in itinere’ hacia nuestro puesto de trabajo. El vacío de la mañana en la que sales de casa sin tu taza de café acomodándose en el estómago. Una sutil puñalada a la costumbre.

Antes estaba ahí, siempre. Y no tengo ni idea de por qué su obstinación por exigir la dimisión del director general de patrimonio. No sé qué razones había, hay o habrá. Si eran la chaladura de una mente inestable, el ansia de venganza tras una sinrazón burocrática o una denuncia que todos los periodistas dejamos pasar por delante. Si es parte de esa realidad que nos atropella y nunca aparece en los periódicos ni en los informativos. Esa realidad que no envía notas de prensa, que no vocea en redes sociales y que tan solo anhela dar respuestas a un periodismo que hace tiempo que dejó de hacer ciertas preguntas.Aquel hombre, siempre trajeado y con gesto serio. Sabiéndose el único de su estirpe, el líder de un ejército extinto abalanzándose contra la muchedumbre armada con el más punzante desinterés. Con la corbata pasada de moda bien ajustada y alta su pancarta casera que supongo dejaba cada noche apoyada detrás de la puerta, bajo el perchero y junto a las llaves. Seguro que volvía a casa con la agridulce sensación del inútil deber cumplido. Si alguien le esperaba insistiría hasta el aburrimiento en que abandonara.

En su penitencia mantenía alto el cartelón cual estandarte procesional en Viernes Santo. Se paseaba trazando círculos por la puerta lateral del monasterio. Era un estornino huérfano de bandada esforzándose en otra misteriosa danza de la que solo él conoce el significado. Incansable a pesar del frío del invierno e incombustible cuando azota el sol de verano. Deprimido en primavera y esperanzado cada otoño. Danzando, maldito, frente al cruel desprecio de la ignorancia. Era, es o será un cobrador del frac de deudas políticas, de moroso de responsabilidades públicas, de insolvente en dignidad. Eligió la profesión más dura, intentar hacerse escuchar en silencio en una sociedad que tan solo grita.

Pero hace tiempo que ya no está. Ni él ni su pancarta naíf. Y yo tampoco me bajé nunca a preguntarle cuál era, es o será su causa.
Lo más leído