15/02/2018
 Actualizado a 09/09/2019
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Una de batallas... Algunos de vosotros, fieles lectores, me habéis preguntado el por qué llamo siempre el «manicomio de Álvaro López Núñez» a los Maristas. Nada más sencillo de explicar: para mí, fue un manicomio, con todo lo que conlleva. No discuto que para otros de los miles de chavales que estudiaron en sus aulas fue un sitio estupendo y que su estancia en ellas es recordada con cariño. No es mi caso. Primero porque yo estuve interno, desde los nueve años hasta los catorce, seguramente los años más cruciales en la vida de un hombre, porque en ellos empiezas a descubrir que el mundo es completamente diferente que en la niñez y esto te marcará para el resto de tú vida. Descubres, seamos serios, el sexo, y no es lo mismo hacerlo de forma natural, en el barrio o en el pueblo, que hacerlo encerrado entre cuatro paredes, con unas normas de conducta que tienes que cumplir obligatoriamente, como si estuvieses en la cárcel, en el cuartel o..., en un manicomio.

En el colegio, un servidor aprendió a hacer dos o tres cosas, nada más. Aprendí a hacer la cama con la perfección de una camarera de hotel; aprendí a ver cine. Sí, sí, no os extrañéis de la afirmación. Gracias a los Maristas me convertí en un cinéfilo de tomo y lomo, un apasionado de las películas del oeste o de piratas, un enamorado de los cientos de miles de actores que veía en pantalla grande por primera vez en la vida. Nunca estaré suficientemente agradecido por tal don. Aprendí a mentir, a copiar, a fumar, a matarme a pajas. No aprendí a estudiar. Cuando el Oso y un servidor llegaron al acuerdo de que uno de los dos sobraba en el colegio (por supuesto, yo), y dí con mis huesos en el instituto, me bastó una semana para comprender que no tenía ni idea de nada, que tenía que empezar de cero y lo hice y no me ha ido nada mal a partir de entonces. Dudo mucho que el Oso, el Colillas, Nicasius Clay y tantos otros profesores de los Maristas, estuvieran mínimamente preparados para dar clase. Los religiosos porque nadie los había enseñado y los seglares, que también los había, porque habían sido, seguramente, rechazados por la enseñanza pública. Ni siquiera aprendí a estudiar en los largos y somnolientos estudios que teníamos todos los días por la mañana temprano y por la tarde, de siete a nueve. Íbamos, la mayoría, a pasar el tiempo, sin levantar la cabeza del libro aunque sin pasar la página, atentos siempre a las reacciones del Rostro Pálido, del hermano Julio o del Oso. Sentados en su mesa, en lo alto de la tarima, ellos, seguramente, estaban tan hartos como nosotros de estar allí, aunque, naturalmente, tenían que hacer el paripé y disimular concentración. Eran muy penosas, sobre todo, las filípicas que nos largaban al final del estudio (en la última media hora), en las que nos ponían a parir por la cosa más nimia o estúpida que os imaginéis. El maestro en esto era el Oso. Siempre pensé, más tarde, que no estaba bien de la cabeza y que sufría algún tipo de paranoia o de alguna cosa peor. Era capaz de hacer llorar a cualquiera de nosotros delante del resto, sin importarle lo más mínimo el daño que nos hacía. No había cariño ni afecto por parte de ninguno de ellos. Su máxima era la disciplina y, claro, que no fumásemos y que no nos matásemos a pajas. Lo demás les traía sin cuidado.

Los listos, bajo su punto de vista, se sentaban adelante y a los que nos daban por perdidos, atrás. Pensándolo fríamente, no entiendo por qué deducían quienes eran los listos y quienes los tontos. No les habíamos dado ningún motivo ecuánime para esa discriminación. Es más, cuando en cuarto de bachiller nos hicieron unas pruebas de inteligencia, resultó que varios de los más tontos éramos de los más listos, por lo menos en teoría, porque yo nunca he creído en esos test. Ahí fue mi perdición. A partir de aquel día, el Oso no hizo más que agobiarme y volverme más loco de lo que estaba, hasta que decidió (y nunca se lo agradeceré bastante), que yo sobraba allí.

La estancia de cinco años en el colegio me castró emocionalmente. Llegué a odiar pasar por allí, dando unos rodeos estúpidos para no tener que ver el dichoso centro. Y no conservo amigos de aquella época, y eso que había allí conmigo gente estupenda, magníficos hombres en ciernes. Fernando Rueda, Maxi, Cubillas, Cabero, Guisasola, Caballé, Domínguez, Wencelao, Marcello, Sabino o Miguel deberían haber seguido siendo parte de mi vida pero no fue así. Cerré aquella etapa con una puerta de siete candados y no he querido volver a abrirla. Hace unos pocos años, me llamaron Cubillas y Cabero para decirme que habían organizado una quedada entre los supervivientes. Prometí ir y no fui. Gracias a Dios, el día antes era la fiesta de Villanueva y agarré una trompa espectacular con mi primo, por lo que al día siguiente no me podía ni mover. No me arrepiento de no haber ido. Seguramente hablaríamos demasiado de nuestras vidas y de nuestras movidas de aquel tiempo y no tengo fuerzas para hacerlo. Además, nunca he sido cotilla y no me interesa saber quien ha 'triunfado' y quien no; quien es maricón y quien ya es abuelo... Son batallas del pasado y rememorarlas nunca es bueno. Salud y anarquía.
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