El latir de la metralla

16/06/2020
 Actualizado a 16/06/2020
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Mamá, voy a lavar al río. Era el resquicio que Tita había encontrado para sortear la siesta familiar obligada en un junio en el que San Román se derretía. La tarde de San Antonio se reflejaba con fuerza en el espejo de las aguas del Noceda y las niñas se agrupaban envueltas en la sonrisa de su adolescencia adelantada. Tita tenía siete años, Kuki alguno más y Amparín alguno menos. Rosario 12, Olga 9, Aveliria 10 y Charo les iba a la zaga. Bajo el puente se abría paso la curiosidad. Charito había encontrado un gorrito de muñeca pinchado en un palo de madera navegando por el río y se enamoró del complemento. Pero la dichosa boina parecía haberse tejido sobre su soporte y era misión imposible separarlos. Las niñas ayudaron a completar el reto pero no se dejaba y a Charito se le hizo tarde para seguir con las intentonas. En su apresurado camino a casa escuchó un estruendo y sintió como las piernas le temblaban sin querer. El gorro mermado había definido su identidad con un golpe de piedra de Rosario. Era una bomba de mano trasnochada, silenciada bajo las aguas movedizas de la posguerra. Fue el último sonido que escuchó Rosario, cuyo cadáver quedó en el epicentro de la tarde, justo cuando su madre pasaba con su lechera sobre el puente y masticaba la intragable escena. El cielo no quiso mirar y se hizo la noche sin sonar las cinco. Solo gritos, llantos y huida. Amparín recogió sus propias tripas y corrió a casa. Tita reptaba sobre las piernas que habían sido presas de la metralla del sombrero. El resto repetía esquema. El episodio marcó a un pueblo y a las «niñas de la bomba» que van sumando San Antonios celebrados como una vuelta a la vida. Lo hacen menguadas en número, con la baja de Amparín sangrando aún. Kuki, Olga Aveliria y Tita, mi madre, soplan velas, unidas por las heridas que les tatuaron a ellas y a la historia. (A mis «niñas de la bomba»y al recuerdo de Amparín).
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