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El Ladrillo, ese oscuro objeto del deseo

09/04/2021
 Actualizado a 09/04/2021
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Dejando de lado, aunque sin olvidarlo, lo que es, y sobre todo ha sido, el sector de la construcción, el del ladrillo en lenguaje de la calle, sin duda que es un oscuro objeto del deseo de muchos, muchísimos.

En el ladrillo se han puesto los deseos y esperanzas de cualquier jovenzuelo y jovenzuela en cuanto ha podido tener un trabajo. Incluso hoy, que mira que es difícil.

En el ladrillo se han puesto las miras del ahorro, a caballo de ese primer impulso para tener una casa, o, simplemente, porque siempre se ha considerado un inversión con buen futuro.

También la del negocio, sobre todo en las épocas gloriosas en que todo lo que se construía, se vendía.

Y qué decir de la Hacienda pública, nuestro socio obligado, ese para el que trabajamos la mitad de nuestro tiempo (de momento), muy bien imitado por los ayuntamientos. Para esos sí que es un oscuro, muy oscuro, objeto de deseo. Un limón para exprimir.

¡Ah! Se me olvidaba. También de okupas e inquilinos aprovechados.

Así que uno va y se mete en el berenjenal (hoy desde luego lo es), de adquirir una vivienda, fiado de que será, aparte de un deseo, una buena inversión de futuro asegurado, cuando no, además, un buen negocio.

Incluso por negocio, no digo hoy, que no está el horno para bollos, pero sí en épocas pasadas, en las que el mejor de los chollos era dar una señal para un piso y, poco tiempo después, revenderlo cuando ni tan siquiera había el edificio salido de cimientos, embolsarse una diferencia sustanciosa y, con un poquito de suerte, ni tan siquiera habías aparecido oficialmente en la transacción. Un buen negocio que muchas veces se hizo.

Así que, la fama de moverte en esto del ladrillo siempre ha sido la de ser un buen asunto.

¿Realmente lo es? En el último caso (y algún otro), lo es. O lo ha sido.

Pero ¿es oro todo lo que reluce?

En principio reluce. Tanto, que talmente parece que ser propietario de una vivienda es casi un pecado que hay que perseguir con ahínco.

Por ejemplo: se ha comprado usted una vivienda, digamos, en 1980, que le ha costado cinco millones de pesetas (unos treinta mil euros).

Hoy esa vivienda se puede vender, aun siendo de segunda mano, en un sitio aceptable, ni muy céntrico ni muy apartado, por ciento sesenta mil, valor sacado del portal de valoraciones de la Junta de Castilla y León y aumentado en un veinte por ciento.

Puesto así, es un buen negocio: me costó 30 y lo puedo vender en 160. Estupendo.

Un momento. Vamos a ver. ¿Cuánto vale una peseta de 1980 actualizada al día de hoy? Aproximadamente y siendo muy prudente, cuatro veces. Es decir, treinta mil euros de 1980 son hoy ciento veinte mil. Bueno a pesar de todo no está mal: he ganado cuarenta mil. Bien, un buen resultado.

Ya. Pero es que he pagado, durante muchos años el IBI de la vivienda, años que, además, tengo que actualizar en valor constante como he hecho con el precio de venta. ¿Qué pueden ser, en cuarenta años, otros ocho mil? Y además en la venta tengo que pagar al Ayuntamiento la plusvalía. Y si por un casual me he esforzado, ahorrado y cuidado y no me ha ido mal en la vida, motivo por el que he de ser castigado, he tenido que pagar por patrimonio. Total otros cuantos miles más.

¿Hemos terminado? Pues no. Resulta que el señor Montoro (que bien guardadito esté en su retiro), en 1974, se le ocurrió que, si usted vende una vivienda tiene que tributar el 28% de la diferencia entre lo que le costó sin actualizar y el valor de venta (con algunas deducciones de «gran valor» como gastos notariales y demás, por supuesto sin actualizar). En el caso presente, más o menos, treinta y seis mil euros de impuesto. Un atraco a mano armada y sin antifaz. Enhorabuena, señor Montoro. Ha marcado usted un hito en la cratividad fiscal: ha inventado el impuesto sobre la inflación.

O sea, que, hechas las cuentas, mi gozo en un pozo: Ni tan siquiera se conserva el valor actualizado de la inversión inicial.

Y eso si no has tenido la mala suerte de que te haya pillado un okupa (hoy muy protegido) o un inquilino moroso, igualmente apoyado, que te han dejado el piso como unos zorros.

Y ¿qué nos queda? Hombre, dejárselo a tus hijos, que, dadas las circunstancias actuales las van a pasar de a quilo para acceder a un pisito.

Pero claro, aparte de IBIS, plusvalías y demás contribuciones, tenemos el impuesto de sucesiones y donaciones, ese que el actual gobierno de España persigue sin parar y que el de nuestra comunidad, que lo llevaba en su programa, prometió y luego guardó en un cajón, según dijo el señor presidente al final de la moción de censura, por un pacto con la oposición (¿mande? ¿es más importante su convivencia con la oposición que su compromiso con sus votantes?), y que, supongo que en respuesta a la moción de censura, ha prometido volverlo a poner en marcha.

Bueno, menos mal. Al fin una buena noticia. Pues no, parece que no, pues, más o menos, al parecer, quizás, se vuelva a considerar, pero quizás, claro, no sé, las finanzas no están para trotes. O sea, que, esto tiene pinta de lo que en la novela ‘El Gatopardo’ se decía, «vamos a cambiarlo todo para que todo siga igual» o, en lenguaje coloquial: «vamos a darle al filete otra vuelta en la sartén para que se pase un poquito más, pero de sacarlo…, según, ya veremos».

Querido lector. Como se ve, no es oro todo lo que reluce, ni mucho menos. Así que, remedando a Cicerón en su primera Catilinaria: ¿Hasta cuándo, Catilina, vas a abusar de nuestra paciencia?
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