El keter, la corona de Heinrich, el último sefirot

El profesor francés recorre las calles del León hebreo para encontrarse con Christ Halff

Rubén G. Robles
02/09/2020
 Actualizado a 02/09/2020
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–¿No sería mejor ir andando? –Aparcaremos aquí –dijo al profesor. Detuvo el coche en un lateral de la calle y salieron. –Cuando el castro judío fue arrasado en el siglo XI, nuestros judíos se arrimaron a los muros de la ciudad y se asentaron en la Cal Silvana, la calle de una rica familia judía, los Silván. Es justo aquí. La ciudad está habitada de su pasado hebreo, se lo mostraré.

Los guirrios iban envueltos en el humo negro de las antorchas que despedían un olor fétido a queroseno y trapo viejo envolviendo la estaca de madera que utilizaban para poderse iluminar.
–Vamos a entrar por el Prado de los judíos y Puerta Moneda. No son lugares ajenos a lo hebreo.

Mientras iban andando, las sombras amenazantes de los antruejos crecían de tamaño y temblorosas, se adelgazaban y bailaban sobre los muros de los huertos de las pequeñas casas de la antigua ciudad.
–Puerta Moneda el lugar donde se asentaban los cambistas judíos.

La masa humana iba aumentando de tamaño. La oscuridad lo envolvía todo y cada vez eran menos quienes estaban desprovistos de disfraz. En un momento le pareció que alguien le empujaba. Jean Louis tuvo miedo. Su acompañante desapareció. El humo de las lumeradas se volvió irrespirable. Ahora avanzaba Jean Louis entre dos tramos de muralla hecha de cantos rodados, con merlones y almenas, de una altura de tres metros. Parecía una cerca bajo medieval con finalidad financiera y no un muro con el que defender la ciudad.
–Eh, ¿dónde vamos? - Jean Louis estaba asustado.
-No se detenga, estoy cerca –oyó que le dijeron por detrás.

Aunque no alcanzaba a verle escuchaba su voz. Los cencerros seguían sonando, las cabezas de ganado a modo de máscaras recorrían en tromba la estrechez de la calle. Sonaban las matracas y los garrotes contra las piedras de la muralla. Las luces y las sombras se sucedían y mirara donde mirara no encontraba más que aquella gente con disfraces de animales vestidos con tela de saco de arpillera, mantas viejas y sábanas.

La calle se estrechaba aún más y la masa humana se apretaba entre gritos y ruidos como de tragedia. Las antorchas se habían adueñado de la calle. La luz cambiante de las llamas hacía que los rostros se llenaran de sombras en danza horripilante. Seguía sin ver a aquel joven que iba guiándole por aquel infierno oscuro de máscaras.
–Estamos pasando por delante de la sinagoga –escuchó que le dijeron.

Aquella procesión pagana ascendía ahora por la calle Misericordia, esquina calle Santa Cruz.
–¿La sinagoga?
-Calle Misericordia –le dijo el guía apareciendo a un lado, Jean Louis se alegró al verle
–¿Qué le ha parecido? –volvió a preguntar.
-Me ha parecido un San Fermín macabro e infernal.
–Ritos célticos y antiguos donde se dan cita animales, madamas y guirrios mezclando la realidad y el mito. Ha tenido mucha suerte, muy poca gente tiene la fortuna de asistir a un documento etnográfico de este género.
–Y ¿se sabe de dónde viene?
–Tiene mucho de las lupercales, de cuando se celebraba en las tribus de las montañas el culto a animales como el lobo. Es también la celebración del triunfo de la luz sobre la oscuridad, pero también lleva el significado de la muerte de un tiempo, el cumplimiento de un ciclo. Es, también, el triunfo de lo femenino y de la fertilidad.
–Me gustaría ver al señor Halff –le soltó el profesor.
–Ya queda poco, pasaremos por la iglesia de San Martín y nos iremos al Cardus Maximus, una de las vías principales del viejo campamento romano que en sus orígenes fue la ciudad. Allí le espera Christ.

Pasaron por delante de la Iglesia de San Martín. Su linterna de vidrio amarillo la convertía en un extraño faro en medio del casco urbano más antiguo de la ciudad. En una de sus piedras aparecía la palabra sepultura, signo de habar sido construida con la lápida en piedra de algún entierro.
–¿Cuánto queda? –preguntó el profesor.
–Tan solo el último tramo, tendrá que ir por Palat del Rey, la iglesia del Palacio del Rey, una capilla oratorio para el rey junto a la que fuera su primera residencia cuando se trasladó en el año 910 la capital del reino astur-leonés a la ciudad de León. A continuación tendrá que seguir por la calle El Pozo, Conde Luna y Regidores hasta caer a Calle Ancha.

La procesión de guirrios y madamas ya casi había terminado.
–Creo que no le van a molestar más. Le dejo, hasta pronto.
–¿Pero…

El joven agitaba la mano a modo de despedida mientras se alejaba para seguir su camino por Platerías.

Jean Louis leyó los carteles con el nombre de las calles intentando reconocer las indicaciones que le había dado el joven. Llegó a la Calle Ancha, sembrada de torreones de palacios renacentistas y casas del Ensanche. Estaba vivamente animada. No tardó en llegar a su parte más elevada. Y vio a Christ, ocupaba una mesa en la terraza de La Trastienda del 13, un pequeño bar cálido y con mucho ambiente, justo donde acababa la calle Ancha de la ciudad. Desembocaba en el océano de piedra de donde emergía ilustre y pulcra, la figura de la catedral.

Sentado en una de las mesas, miraba hacia el centro de la calle, por ver a los guirrios y madamas, la ocurrencia de los trajes y sus resueltas combinaciones cromáticas. El sol había caído invernal pero el señor Halff mantenía sobre su pelo blanquísimo y recortado un sombrero color crema, un Fedora. Al cuello, anudado con un nudo flojo y elegante, un pañuelo de seda de Hermes. Llevaba una chaqueta azul y un pantalón blanco combinados con acierto. Al distinguirle entre la multitud le saludó con la mano y le hizo unas indicaciones para que se acercara hasta donde estaba.
–Siéntese -le dijo Christ Halff.

Había tres hombres corpulentos en una de las mesas de al lado. Se levantaron al ver acercarse a Jean Louis. El señor Halff levantó su bastón. Los hombres se sentaron de nuevo.
–Nuestro amigo se queda con nosotros, ¿verdad profesor?

Jean Louis no dijo nada. Uno de los camareros le trajo una silla para sentarse. Bajó los ojos en señal de agradecimiento. Se encontraba algo cansado por el vuelo.

El viejo apoyaba las manos sobre un bastón anclado al suelo. Aparentaba ser el hombre más solitario e indefenso del mundo, aunque junto a él y sin perderle de vista, había tres hombres que permanecían sentados en la mesa de al lado. Lo cual le permitía comportarse como el hombre más temible y despiadado del mundo, que quizás fuera.
–Pruebe el Cepas Viejas -el compositor había llamado al camarero.
–He recorrido más de 10.000 km en las últimas semanas. Quiero escuchar por qué he ido a esos lugares, con quién he estado y para quién he trabajado. Y quiero que lo cuente usted.

Las primeras palabras de Jean Louis revelaban el ánimo con el que había llegado hasta allí. Aquellos tres tipos no le impresionaban y no le iban a impedir decir Christ lo que pensaba. El camarero decidió desaparecer tal y como había llegado, envuelto en el mismo silencio y ausencia de gestos que pudieran revelar sus emociones, invisible y parco en palabras. Iba a desaparecer en el interior del bar cuando oyó la voz de Christ.
–Joven –levantó ligeramente la mano sin girar la cabeza, con dos de sus dedos sobresaliendo sobre el resto, en señal de bendición.
–Dígame señor Halff.
–Tráiganos una botella de Cepas Viejas, Gran Reserva, año 2009 -el camarero parecía aprobar la selección y regresó al interior del bar.
–Esta noche no podremos compartirla con mi esposa.

Jean Louis comprendió el desenlace fatal.
–¿Su esposa ha…?
–Sí, hace tres semanas –dijo el compositor.

Jean Louis esperó unos segundos antes de decirlo.
–Lo siento.
Aquel hombre se detuvo unos instantes, apenas dos segundos, como para recuperar fuerzas. Sacó el pañuelo del bolsillo de su chaqueta e hizo ademán de recuperar la entereza.
–No lamentes su pérdida, alégrate de haberle conocido -continuó el compositor.

Jean Louis había escuchado aquello en alguna otra ocasión.
–Siempre recuerdo a Séneca, la Epístola moral a Lucilio, el consuelo ofrecido a un amigo cuando es arrojado al abismo de la pérdida.
Christ no se rendía a la complacencia, sabía que el profesor había regresado a la ciudad a ajustar cuentas.
–Una pérdida terrible, sin embargo, dijo Jean Louis.
–Le agradezco sus condolencias. Sé el enorme esfuerzo que tiene que realizar para dirigirlas a un hombre que a su juicio es responsable de tantas injusticias -hizo una pausa.

Jean Louis no dijo nada.
–¿No me equivoco, verdad? Creo que esa es la imagen que tiene de mí, después de los últimos viajes y encuentros y después de todos los relatos y de todas las confidencias que le han realizado unos personajes sabiamente dispuestos, pues ellos fueron sus sefirots, su árbol sefirótico, los peldaños, los escalones de sabiduría que le trajeron hasta aquí.
Jean Louis dejó que siguiera hablando.
–No se podrá quejar, todos los miembros de la Organización con los que ha hablado en las últimas semanas eran auténticas eminencias. Supongo que habrá tenido la oportunidad de comprobarlo por sí mismo.
–¿Le ha gustado el viaje al Antruejo y al pasado que le ha propuesto uno de mis discípulos?
–Demasiado macabro y no exento de algunos riesgos que considero innecesarios.
–¿Riesgos, dice? Ninguno. Pretendía ser un acercamiento a las costumbres y tradiciones de la zona. Y por ser un rito que pertenece al pasado el antruejo vive la muerte de otro modo, ¿no le parece?

No dijo nada. Al profesor no le había gustado aquel juego de sombras y calaveras de cabestros.
–Quizás nuestro tiempo ha hecho desaparecer la muerte como parte de la vida.
Parecía haber recuperado una superficial y viva locuacidad.
–Deberíamos aprender a convivir con ella.
–Quizás -Jean Louis no mostraba interés por lo que el profesor le estaba diciendo.
–Espero no haberme equivocado con usted. Le tengo reservado en esta historia una posición de privilegio.

El compositor cerró los ojos, parecía ensimismarse en una idea. De repente, pareció volver de aquel trance en que buscaba una forma natural de expresarse. Se levantó las gafas y se frotó los ojos con los dedos de una mano mientras hablaba.
–El paseo entre hombres disfrazados de cabestros, los ruidos de las matracas, las antorchas, las angosturas terribles de las calles en piedra, no eran una amenaza, se lo aseguro.

Esta ceremonia a la que ha asistido no deja de ser un ritual de tránsito donde se narra la lucha de la luz por imponerse sobre las tinieblas -Christ intentaba explicar lo que simbolizaba aquella tradición-.Se enfrentan los contrarios en la fiesta, es la oposición y encuentro entre hombres y animales, el amor y la vida juntos, luchando contra los cráneos animales, que son la representación de la muerte, de lo salvaje, unos y otros luchando por imponerse. Esa es la arquitectura de la escena.
Jean Louis se mantuvo en silencio.
–Estoy seguro de que ahora verá la ciudad con otros ojos, a sabiendas de que al surgir aquí el Zohar, el relato de la ampolla de cristal, las copas de ónix y la corona de hierro, surgió aquí también la desgracia terrible de la Segunda Guerra Mundial como destrucción del mundo, como obra de arte necesaria para la génesis de un nuevo mundo a la manera de la mística del árbol sefirótico y de la cábala hebrea.
–¿Y al final quiénes son los que triunfan?
–Le sorprendería saber que triunfa la luz, aunque es una luz que sabe sobrevivir en la penumbra, entre tinieblas.
–Siempre triunfa la gente que se encuentra en el lugar adecuado y en el momento oportuno y que representan la destrucción y la miseria.



En la entrega de mañana Christ Halff desvelará el significado del relato de Enrique Gil sobre el ser profético dentro de la ampolla de cristal.
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