julio-cayon-webb.jpg

El incendio y las campanas de la Catedral de León

29/05/2016
 Actualizado a 16/09/2019
Guardar
El mes de mayo de 2016 –que está a punto de concluir el martes, cumplidas dos fechas más en el calendario– es un calco del mismo periodo de 1966, cincuenta años atrás. Y hace medio siglo, un 29 de mayo, domingo –igual que hoy–, la Catedral de León ardía como si se tratara de una pira. Y no precisamente sagrada. Simplemente, se consumía en una gigantesca hoguera.

El primer templo de la ciudad, con la techumbre envuelta en llamas, parecía no tener solución ante las embestidas de los violentos fogonazos. Era como si un sol enfurecido hubiera bajado del cielo para purificar el gótico de sus arcos y herir de muerte, cual lanzada en las entrañas, las bellas y emplomadas vidrieras. León, para entonces, ya no dormía. Velaba entre lágrimas. Sobre la frontera de una lluviosa anochecida primaveral, el resplandor escandaloso y rojizo del fuego lo envolvía y apretaba todo, al igual que si de unas tenazas incandescentes se tratara. La iglesia de Santa María amenazaba con desmoronarse. Se presagiaba, así, el final de una inesperada maldición bíblica sobre la piedra santa y sus arbotantes catedralicios.
La historia del incendio, a la que quizá le falte algún matiz inconfesable para completar el sucedido, se ha contado de sobra durante todos estos años. Uno de los más destacados cronistas de la dramática situación fue el maestro de periodistas Joaquín Nieves, quien, con su bien aprendido oficio, narró de forma pormenorizada, brillante y clara lo que pasó y lo que pudo suceder. En cualquier caso, de no haber mediado un experimentado y capaz Andrés Seone, cantero de profesión y restaurador del cabildo, la tragedia se habría consumado irremediablemente. La Catedral, sin solución, se habría venido abajo.

A la vez que las acometidas del incendio se recrecían en sí mismas, los estudiantes quepreparaban su formación eclesiástica para ejercer en un futuro el ministerio sacerdotal, entraban y salían, apresurados, de la Catedral trasladando desde el museo, con sus jóvenes y esperanzadoras manos hasta las dependencias del seminario de San Froilán, las piezas más destacadas de la exposición permanente.

¿Y las campanas? ¿Dormían las campanas? En aquellos instantes, los bronces catedralicios eran cuestión menor. Así como en otros tiempos hubieran tocado a rebato, ahora enmudecían y, quietos, contemplaban el ardor de la inmensa y amenazadora fogata. Pero se mantenían firmes como testigos extraordinarios de la espeluznante barbarie del siniestro, esperando que aquello, si se producía el milagro, pasara para poder continuar su plácida existencia. Las campanas ¡Ay, las campanas de la Catedral! Cuántas vivencias guardan en su ánima broncínea y en sus peculiares y fundidos timbres. Si tuvieran voz y no sonido, habrían explicado mejor que nadie la miseria del fuego que, en ningún momento, se antojo purificador, sino asesino.

La historia, con las últimas brasas rondándole los talones, cerró un capítulo demasiado complejo y amplio en el momento en que las llamas fueron controladas. Y la ciudad respiró. Los creyentes y los incrédulos atemperaron el pulso y acaso el recuerdo de unas fotografías del maestro César y algún otro, que también fijo el objetivo en la penuria del hecho, fueron todo el comentario meses más tarde. Años después.

Pero el tiempo remarcó diferentes orfandades. Y continúa remarcando. Con el paso del tiempo, los sonidos campaniles de la Catedral ligeramente se reconocen. Parecen condenados al ostracismo popular porque, cuando suenan –que tampoco lo hacen tanto– apenas se repara en ello. Lo que en épocas no tan lejanas imprimía carácter y personalidad a la ciudad, se ha ido diluyendo como lo hace un azucarillo en el café. Y es una pena porque las voces campaneras, cada una con su particular tañido, daban sensación de libertad y cercanía al entorno y a los barrios, y, como es natural, a cuantos las escuchaban desde sus casas u ocupaciones. Las campanas les hablaban a su modo, sin otras alharacas ni acentos, durante la jornada.

Salvo que se haya producido alguna modificación en tiempos recientes, trece son lasque recoge la Catedral entre sus torres. Trece y todas tienen nombre. Si bien la historia de ellas viene de largo, el que fuera cronista oficial de la ciudad, Cayón Waldaliso, recogía en su libro ‘Tradiciones Leonesas’, publicado en 1986 por la editorial Everest, un capítulo dedicado a estas campanas. Matías Díez Alonso, también a últimos de ese mismo año, hacía lo propio en la prensa local con el añadido de indicar las medidas de todas, a excepción de las llamadas ‘Sardineras’ –se trata de dos– debido aque no pudo medir su diámetro porque me encontraba solo (en la torre) y tuve temor de aproximarme al exterior de la tronera".

Y como la historia no se inventa ni se interpreta, carecería de fundamento pretender hallar nuevos argumentos para definir y explicar el campanario de la Catedral de León y su ánima. El concepto de lo evidente es inviolable. Cayón, en su libro, las recoge «por orden de importancia» y las relaciona comenzando por la ‘Froilana’ para continuar por la ‘María’, ‘Voz de Ángel’, ‘Terén’, ‘Dominica’, ‘Trinidad’, el par de ‘Sardineras’, ‘Pascualejas’ –también dos–, ‘Santa Bárbara’, ‘Jesús’ y ‘María y José’.

La más antigua de todas ellas es la ‘Voz de Ángel’, fundida en 1728, que tiene grabados un corazón y seis puñales. Junto a la ‘Terén’, construida veintinueve años más tarde, formaba un tándem muy peculiar. En su momento se volteaban para procurar que el cielo se poblara de nubes y, con ellas, atraer "el agua benéfica en épocas de sequedad, conforme a la vieja tradición campanera". Sin embargo, cuando la cosa se ponía ‘fea’, cuando las tormentas se tornaban ásperas, violentas, con exceso de lluvia y amenazador ruido de rayos y trueno, desde la Catedral se agitaba la ‘Santa Bárbara’ para detener la situación. Era el contrapeso. Y otro tanto ocurría con las ‘Sardineras’ en cuanto a su interpretación musical, que sólo se tocaban en los días de abstinencia y sus vísperas. Era el lenguaje, la comunicación popular de la Diócesis dirigida a los parroquianos de la capital ylugares próximos.

Refiere Cayón Waldaliso que el guardián de las campanas, el que bien las entendía y mimaba, el que las despertaba a diario y las mecía, Federico Fernández Zapico, murió y el campanario de la bellísima catedral Gótica de León se quedó huérfano desamparado.Con el final del famoso campanero se perdió una parte fundamental de los particulares acontecidos ciudadanos, y se diluyó irremediablemente una seña de identidad leonesa. "Y las trece novias que tenía, que las quería más que a la niña de sus ojos, –¡hijas de su corazón!– siguen desconsoladas. Y así están, llenas de tristeza y soledad. No en balde las estuvo ‘cortejando’ casi cuarenta años, día a día, desde la temprana hora de las siete de la mañana, con un amor que ya no se encuentra".

No, no corren buenos tiempos para nadie y mucho menos para las viejas campanas de la hermosa catedral de luz y piedra que, en tiempos no tan pretéritos, tuvieron voz y vida. Hoy, callan. Y Duermen. Están olvidadas.
Lo más leído