11/04/2021
 Actualizado a 11/04/2021
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Siguen aflorando, con cuenta gotas, los casos de abusos sexuales perpetrados por miembros (o por los miembros de los miembros) de congregaciones religiosas católicas, por lo que el reconocimiento parcial de esos crímenes se divulga a hurtadillas y, en el mejor de los casos, furtivamente. La administración, por su parte, no parece tomar cartas en el asunto o prefiere mirar para otro lado, y la jerarquía eclesiástica, con honrosas excepciones (seguramente, la del propio Papa), afronta esta atrocidad imperdonable como algo excepcional y no como lo que realmente es: la punta de un iceberg. Pocas cosas más cercanas al espanto que imaginar a un niño en una escuela fétida y oscura siendo agredido carnalmente por un adulto. No llega a la altura del horror, aunque se le parece, concebir a un sádico ejerciendo de funcionario de prisiones o a un canalla atendiendo enfermos en un hospital (que doy fe, por experiencia propia, de que los hay). Era aquello de lo que hablaba Foucault en su concepto de lo panóptico: hay instituciones que pueden llevar en sí mismas la sombra de lo represivo y entre ellas están los seminarios, las clínicas y las cárceles. Es decir, lugares donde los más vulnerables (niños, presos, enfermos) pueden estar a merced (si no son convenientemente filtradas o controladas) de auténticas alimañas. Lugares donde, para formularlo con claridad, no deberíamos tolerar que se nos colara ningún tipo (porque suelen ser hombres) sórdido o degenerado. Insisto: ni uno solo.

Me dirán ustedes que, gracias a Dios (valga la expresión), esas cosas ya no ocurren, pero, en fin, ahí está como aviso el último informe de Amnistía Internacional (del que, por cierto, poco ha dicho la izquierda con responsabilidades sociales en el Gobierno) denunciando el abandono y la agonía que miles de ancianos (otra vez, los más frágiles) sufrieron en España durante la pandemia. Ya ven, empieza hablando uno de curas y acaba hablando de otro tipo de sectas.

No hay espacio para analizar las causas (el celibato patético y antinatural, la perversidad humana, el rol asfixiante del Estado), pero debe quedar claro que, aún más abominable que consentir o propiciar el abuso, es negar su autoría: incluso en eso, un psicópata que reconoce haberse zampado a sus víctimas tiene más categoría moral que quienes encubrieron a los monstruos de su grey.
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