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El gran ruido que todo lo confunde

01/02/2021
 Actualizado a 01/02/2021
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Febrero comienza hoy, sin muchas expectativas. Siempre ha sido un mes un poco anodino, excepción hecha de los Carnavales, claro, que este año no podrán celebrarse, salvo en la intimidad. Febrero es tenido por un mes un poco desnortado, que sale a duras penas de los fríos de enero (¡y vaya fríos este año!) y aún no llega a la promesa azul de la primavera. Febrerillo loco, se decía.

El personal no necesita mayores locuras, porque llevamos meses habitando esta especie de distopía, ahora que se dice mucho la palabra. En realidad, se trata de una pesadilla muy presente, no de una terrible proyección de futuro. Claro que, si esto es el futuro, mejor recordar aquella normalidad de hace poco más de un año, cuando la felicidad nos parecía improbable y elusiva, sin saber lo que se avecinaba. Todo es susceptible de empeorar a nada que encuentre un resquicio, perdonen el pesimismo antropológico.

El ciudadano atiende a sus muchas cuitas y afanes, pero poco puede hacer. La economía ofrece unas cifras alarmantes, más de lo que ya lo eran, pero la salud, en efecto, es lo primero. Se junta el hambre con las ganas de comer. Esta provincia, en concreto, aunque se nos acuse de victimistas y a veces de llorones, no se podía imaginar una lluvia así de fragmentos de apocalipsis. O quizás sí. Tal vez llevábamos mucho tiempo imaginándola, mirando al cielo, esperando a que empezara el diluvio de los despropósitos.

Las circunstancias son muy negativas, por más que se nos invite a la resiliencia y esas cosas. ¡Ay, las palabras de diseño! La política nos ofrece las palabras pulcras en las que debemos creer. Las que construyen la realidad en que debemos vivir. Hay una gran soledad en la ciudadanía, que debe agarrarse a la inmensa fe en la propaganda. Es el diccionario de los nuevos creyentes.

Mucho más que resiliencia hay que tener. Se necesita una fe inmensa, sobre todo en nosotros mismos (y no estoy seguro de que la tengamos) para salir adelante. No hablo ya de la política, porque finalmente somos los ciudadanos los que salvamos a los pueblos. Es muy complejo luchar una y otra vez contra el naufragio, navegar siempre en aguas turbulentas.

Porque, al final, los asuntos son domésticos. La vida es íntima y personal. La gente sufre en la cercanía de los suyos, en los límites de sus apartamentos breves, en la frontera de los ingresos escasos donde se eriza el miedo. Al final, frente a la gran verborrea que nos sobrevuela como una nube contaminante, frente al gran ruido que todo los confunde y todo lo destruye, las voces bajas de la gente se abren camino en las distancias cortas, en las conversaciones ocasionales. Bastan unas pocas palabras, una mirada sobre la máscara que no dejará ver ni el rictus de terror, ni tampoco la sonrisa ocasional, conmovedora, la que se merecen nuestros iguales.

En ese territorio bajo, a ras de suelo, quizás en lo que cabe en un barrio pequeño y humilde, se dirimen las cosas verdaderas del mundo. Mientras la pandemia avanza en silencio, la política sigue emitiendo ruidos, muchos de ellos incomprensibles para los ciudadanos. Hemos asistido a un aumento exponencial de los nuevos mesías, que nos enseñan a abominar del conocimiento, porque, dicen, eso es cosa de las élites. Enarbolando el grito y la ignorancia, o en su defecto un catecismo de dogmas, una nueva teoría política parece haber encontrado el camino para repudiar a los que consideran políticos tradicionales, alejados de la gente. El pueblo, herido y al tiempo perplejo, no sabe a qué carta quedarse. Pronto descubre que las nuevas promesas terminan llevándonos a un escenario bronco y autoritario, en el que tampoco hay mucho que ganar.

De pronto, mientras la gente sencilla se preocupa por llegar a fin de mes o por evitar los contagios (sólo falta que ahora tenga que pagar por las mascarillas FFP2, mucho más caras), el mundo se mueve a gran velocidad, se agita con grandes turbulencias y tensiones que están a la orden del día. Dan ganas de salir a la palestra, donde sea, y decir: “dejen ustedes de jugar como niños”.

Ni siquiera la gran amenaza del virus ha podido acallar el ruido de la política. La lucha por hacerse con la marca de la verdad capitaliza el presente. Eso es, al parecer, lo que interesa: ser percibido como verdadero, al igual que los animales se camuflan o se hacen pasar, sobre alguna rama, por lo que no son. Al tiempo que el periodismo atraviesa sus días más difíciles, al ciudadano se le educa en la sobredosis de la información. Esa sobredosis proviene muchas veces de lugares propagandísticos que aseguran tener el patrimonio exclusivo de la verdad. La lucha consiste en acusar al otro de tergiversar la realidad. Se trata de convencernos, como en el cuento, de que el emperador no esta desnudo.

Nuestra gran culpa, si tenemos alguna, es dejarnos convencer por los contadores de ese cuento, o por los cantos de sirena. Creer que el lenguaje era más simple y que todo se dividía en lo bueno y en lo malo podría servir como relato infantil, pero deberíamos comprender a estas alturas que eso no es cierto. Es un engaño formidable.

Mientras la pandemia avanza y la guerra de las vacunas ha terminado por sonrojarnos, poniendo de manifiesto eso que Edgar Morin llamó «el egocentrismo de las naciones» (creo que muy al alza, en estos momentos, a pesar del adiós a Trump, cuya marcha tanto descanso nos deja), el fragor de las batallas políticas llega a los oídos de tantos ciudadanos, que permanecen tristes y en silencio. No extraña que la desafección también sea contagiosa.

Los políticos están convencidos de que nuestra resistencia es infinita, de que seguiremos escuchando eslóganes y discursos moldeados por los gabinetes de asesores, donde hay una idea prefigurada del mundo. Puede que, llegado el caso, esa realidad sea percibida por los líderes como la verdadera, de tal forma que les extrañe que la gente empiece a mirar hacia otro lado, como si oyera llover.

Cuando se desgasta el lenguaje, cuando se somete a infinitas tensiones, hay un instante en el que deja de servir para comunicarse. Puede que eso esté empezado a suceder. Ahítos de discursos contradictorios, de letanías absurdas, de realidades falseadas y del estruendo de las redes sociales, es posible que pronto percibamos la acción política como un mundo paralelo al que no pertenecemos. Buscaremos el lenguaje esencial que tiene que ver con la alegría, con la compasión, con la vida real, no con el egocentrismo de los liderazgos, ni con las políticas del egoísmo, tan en boga. La cuestión es si tendremos fuerzas para ello, después de tan terrible travesía.
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