02/04/2016
 Actualizado a 16/09/2019
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Sonrío al observar fotografías y vídeos de partidos de fútbol en los estadios, allí donde montan su guarida los medios de comunicación para poner al descubierto detalles concretos de cada jugador, para captar –además del colorido de sus botas, de sus camisetas, de sus tatuajes– aquellas frases que uno imagina cruciales porque los futbolistas tratan de esconder la boca en el cuenco de su mano, evitando así dejar al descubierto sus secretos.

Las instantáneas de aquellos años de mi juventud en los que miraba al fotógrafo con algo parecido a la prevención, como si estuviese seguro de que no iba a revelar la fotografía, atesoran también todos los complementos: los pantalones cortos, la camiseta ceñida, las botas de fútbol sin marca. Y, sobre todo, la tradicional compostura del equipo frente al fotógrafo, es decir, seis arriba y cinco abajo (el portero, los tres defensas y los dos medios arriba, y los cinco delanteros abajo, pero agachados, bien posicionados en cuclillas, no con esta nueva postura forzada del caganet catalán).

Los pantalones, sí, eran cortos-cortos (perteneciesen los futbolistas al Manchester United, al Madrid, al Getafe, o al Badajoz), porque se llevaba entonces lo de dejar muy al descubierto los muslos. Las medias nunca sobrepasaban la curva de las rodillas (no termina de gustarme esa afeminada costumbre –si alguien interpreta un ramalazo machista en el detalle, me retracto– de subirlas por encima de ellas, como hacen muchas de las figuras actuales), e incluso algunos las recogían hacia abajo, hasta los tobillos, cierto es que, antes de que uno se retirase de la referida profesión, ya se había instaurado el deber de jugar con espinilleras (poca consistencia me ofrecieron durante aquel partido en que me rompí la tibia y el peroné y salió el hueso astillado a través de ella).

La relación con el árbitro solía representarse como un acto de sumisión, de manera que si un futbolista se dirigía a él habría de ser con las manos en la espalda en actitud, ya digo, dócil. E incluso sólo al capitan, -en la mayoría de los casos, dependiendo del carácter del susodicho árbitro- le estaba permitido entablar conversación con él ante algún incidente. Ahora durante el partido, en cualquier jugada conflictiva, los jugadores lo rodean para pedirle explicaciones tratando de intimidarlo, y él, comprensivo (quién lo iba a decir), charla apaciblemente con ellos.

Otro detalle futbolero era el de la celebración de los goles: frente a los besos desaforados a quien marca el gol, había entonces un abrazo de compromiso, una palmada en la espalda o un apretón de manos, el mismo apretón de manos que ofrecíamos al suplente que nos relevaba en el terreno de juego.

Cómo iba nadie a imaginar hace treinta años la figura de un futbolista quitándose la camiseta con osadía y lanzándola al público cuando marcaba gol (semejante dispendio era imposible que sucediera, sabedores todos de que tan sólo disponíamos de una equipación hasta el final de temporada), ni los abrazos y los arrechuchos, aunque no creo que haya nadie que se asombre hoy ante los achuchones y besuqueos de los futbolistas. De hecho, uno se hubiese sentido más a gusto con los gestos cariñosos actuales, que con los convencionales de entonces.

Ahora bien, la revolución futbolística que trascendió más allá de esas insignificancias apunta a la preparación física del equipo y también a sus detalles tácticos. La pretemporada comenzaba a finales de julio. Ya entonces los entrenadores habían comenzado a apoyarse en sus ayudantes –en el segundo entrenador y, sobre todo, en los preparadores físicos licenciados en el INEF (Instituto Nacional de Educación Física) que vinieron a desestabilizar la feliz modorra de aquellas pretemporadas en las que, desde el primer día, el entrenador esparcía los balones, como regalo, sobre la hierba. Y tiene gracia que hoy, pasados más de treinta años, los entrenadores, orientados vaya usted a saber por qué teoría, recobren aquella alegría del balón para los entrenamientos en la pretemporada.

Para nuestra desgracia, los noveles preparadores físicos acostumbraban, desde el primer día, a obligarnos a una carrera continua de casi una hora entre pinares o bosques de eucaliptos o, simplemente, alrededor del campo de fútbol. Y también a series de doscientos o cuatrocientos metros, que más bien parecían apropiadas para atletas olímpicos; carreras que todos aborrecíamos y que podían repetirse cuando menos lo esperábamos y para las que, imagino, no estábamos acostumbrados no sólo los jugadores humildes, sino los figuras que salían en los cromos.

Hoy los entrenadores, desde el primer día de entrenamiento, entregan balones a los futbolistas para que disfruten, es decir, que en ese sentido el fútbol vive una vuelta atrás. No resultaría extraño si en alguna de estas próximas pretemporadas nos sorprendiera algún entrenador colocándose el primero de la fila y obligando a sus jugadores a copiar idénticos, y monótonos, ejercicios que los practicados por él (¡uno, dos, uno, dos, pierna izquierda a pie derecho… ¡ya!).

Por lo que se refiere a cuestiones tácticas, primaba ese marcaje férreo, de hombre a hombre, en todo el campo, lo que significaba un esfuerzo supremo que tan sólo los físicamente privilegiados soportaban. Si existía en el equipo contrario un jugador de mucha calidad, allí estaba el marcador, su sombra, procurando que no tocase un balón.

Tuve un entrenador madrileño en segunda división que, en el vestuario, hablaba con el defensa que habría de marcar durante el partido al ‘figura’ del equipo contrario: «Si el menda le dice al árbitro que necesita irse al water porque tiene ganas de mear, usted se va con él, ¿entiende?». ¡Y así era el fútbol. ¡Qué tiempos!
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