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El fútbol como gran liturgia

30/05/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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El ser humano no puede prescindir de los ritos ni de las celebraciones de la tribu. Así ha sido siempre, prácticamente desde las cavernas. Ya es un lugar común decir que el fútbol es una de las grandes religiones contemporáneas, pero lo cierto es que no creo que nadie lo ponga en duda: la palabra gloria suele ir siempre unida a las grandes victorias (sobre todo en los titulares de los periódicos deportivos), así que algo de religión ha de tener. Lo pensaba la otra noche, tras la final española de la Champions, cuyo resultado final dependió, como tantas veces, más de la casualidad, o de la suerte, o de los detalles, que de las diferencias entre un equipo y otro. Pero es la liturgia futbolística la que de verdad me interesa. Alimentado por la televisión,

imprescindible para crear adeptos y para hacer cualquier tipo de proselitismo en los tiempos que corren, el fútbol nos muestra sus ritos, sobre todo los ritos de la afición, que van mucho más allá de los partidos, y que incluso a veces nada tienen que ver con ellos. La larga y repetitiva liturgia (las liturgias tienen que ser repetitivas, claro) sucede antes y después de los eventos futbolísticos y exige adhesiones inquebrantables y una fe a prueba de bomba. Cualquier debilidad supone el crecimiento de la duda y eso no se puede permitir. Lo mismo que en los candidatos de las elecciones que se avecinan, todos creen ciegamente que van a ganar, por peregrino que a veces parezca. Nadie confía en un líder dubitativo.

Hace tiempo que el fútbol, sobre todo el fútbol, se ha convertido en el pañuelo perfecto para enjugar las muchas lágrimas que produce la realidad real, valga la redundancia. El horror al vacío que nos provocan las crisis, las frustraciones, la incapacidad o la incuria de algunos, se suele superar con lo que se puede, y para eso es necesario convertir algún entretenimiento en una liturgia imprescindible y, si hace falta, activar la fe del carbonero.

Como pasa con la religión, se supone que los que no creen, en este caso en el fútbol, tienen menos medios, al menos desde un punto de vista psicológico, para superar el dolor y para ahuyentar los fantasmas cotidianos. Es normal, por tanto, que lo que en origen sólo era un deporte, poco a poco haya pasado del show al ritual, del entretenimiento a la celebración tribal. Y, en ocasiones, con tanta vehemencia que casi da miedo. La denominación latina ‘panem et circenses’, a menudo atribuida a esta omnipresencia futbolera y al uso político que se le suele dar, aunque yo creo que bien cierta, está ya algo manida, y puede que incluso superada. Es verdad que el fútbol, como decimos, tiene su propia realidad, sus propias reglas, con fuerza suficiente como para hacernos olvidar los males del mundo y los dolores cotidianos. Pero ya no se trata de un engaño, o de un camelo, ni tampoco de una distracción (es decir, distraerse de lo que nos preocupa, o de aquello que es mejor que nos pase inadvertido, sustituyéndolo por algo más o menos inocuo), sino que es la propia masa la que ha aceptado el fútbol como la gran liturgia televisada, como el gran rito contemporáneo, como una salvación a tiempo parcial.

Como dice algún humorista (son los poseedores actuales de la verdad, para mi gusto), ya hay mucho más circo que pan, tal y como van las sociedades. Pero la fe ciega mueve montañas, y no digamos copas y trofeos. Como cada vez que un equipo gana un gran torneo, no sólo asistimos a la celebración y casi santificación de sus protagonistas, sino que se escucha toda suerte de hipérboles, y no sólo por parte de los aficionados y adeptos a los ganadores, sino por parte de todo el mundo. No hay cosa que se le pueda comparar, el gol ganador es más que un Rembrandt y un Picasso juntos, y es seguro que un premio Nobel se daría con un canto en los dientes por concitar un diez por ciento de atención mediática, no ya por el premio, sino por toda su carrera. Salvo que alguien decida que tiene algo que ver con la crónica rosa, como le ha sucedido con Vargas Llosa, y entonces puede que se multipliquen sus portadas, aunque no estoy tan seguro, y bien que lo lamento, que se multipliquen sus lectores.

La desproporción entre el reflejo periodístico (y no digamos televisivo) entre el fútbol y cualquier manifestación de la cultura o de la ciencia, por ejemplo, es abrumadora. Habla mucho más un futbolista en la zona mixta, como se dice ahora, y en un solo día, que un gran investigador o un escritor en un año entero. Y seguro que me quedo corto. Y, ya puestos, también es enorme la desproporción entre el reflejo mediático del fútbol y el de otros deportes, quizás porque en materia de liturgia y fe ciega es mejor darlo todo por una causa, y no repartirse entre dioses con menos cancha.

Cuando esto escribo, el equipo ganador de la Champions procede, como haría cualquier otro, a pasear trofeo y gloria por las calles, en una reedición también muy latina (como el ‘panem et circenses’) de los ‘triomphi’ romanos. Alguien andará ahí, a buen seguro, recordándole a Cristiano Ronaldo que él también es mortal. Y que conste que lo mismo me valdría, exactamente, para el caso de que hubiera sido otro el ganador, o incluso algunos de los ilustres ausentes que suelen estar en la pomada. Como diría Petrarca, ‘sonetti, canzoni e triomphi’ son elementos cada vez más comunes en la necesaria exaltación de la gloria, también la del fútbol. Se canta cada vez más en los campeonatos (y he de confesar que el himno de la Champions me parece estupendo), se eleva todo a la máxima potencia emocional con apelaciones a los clásicos, y luego se transporta el trofeo (si bien en autobús, lo que le quita un poco de empaque) hasta la plaza de algún dios o alguna diosa, clásicos también, como guerreros que llegan a presentar armas, y a rendir noticia de la batalla acaecida y de los premios en buena lid ganados. El rito entonces está completo, la celebración hace comulgar a los adeptos en el río humano de calles y fuentes, y, purificado el trofeo en el ara de la diosa, se procede, supongo, a declarar vacaciones y a renegociar contratos. Alguien dijo que la televisión y el fútbol estaban hechos la una para el otro. Es muy probable. El fútbol da muy bien en la pantalla, más después de las grandes innovaciones técnicas en las retransmisiones de los últimos años. Y no es de extrañar que sean legión los que siguen con fervor esos grandes acontecimientos de masas que nos ayudas a atravesar las ciénagas del mundo. Tampoco tengo dudas sobre las bondades que los gobernantes ven en estos nuevos espectáculos que sustituyen a otros del pasado, sin duda mucho más agresivos y feroces, aunque también es cierto que el fútbol genera de vez en cuando su cuota de acciones poco edificantes. De lo que no hay duda es de la necesidad del rito, de la liturgia que hace comulgar a los fieles de una creencia tan poderosa como el fútbol. De la catarsis que supone encontrar héroes y milagros, y también mártires. En eso el fútbol ofrece un diseño perfecto para ayudar a superar los agobios del presente.

Aunque la televisión ya empieza a mostrar otras liturgias, como las tertulias políticas, en las que también pueden existir buenos y malos, dioses y demonios. Gente en quien creer y gente en quien descreer. Así hemos sido desde el principio de los tiempos. Con ese gran pánico al vacío, con ese terror a caminar solos, como bien supieron ver los hinchas del Liverpool.
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