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El flagelo episcopal de Antonio de Valbuena

08/09/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Confieso que sobre el poeta, narrador y polemista natural de Pedrosa del Rey, Antonio de Valbuena (1844-1929), he sentido curiosidad y cierta atracción. Y es así, no sólo por ser paisano mío venido a este mundo exactamente cien años antes que yo, sino por su estilo ingenioso y mordaz que despierta esa contracción de los músculos de la cara que llamamos risa o sonrisa, alegre movimiento sobre el que siempre he sentido debilidad y ponderado como indispensable virtud literaria. Lo que no obsta para que el lexicógrafo Julio Casares recriminase a de Valbuena sus excesos en ese sentido, advirtiéndole que los tiempos cambian y obligan a meditar la «triste diferencia que hay entre hacer reír a costa ajena y servir de irrisión a cuenta propia» (‘Crítica efímera’).

Apenas rebaja mi estima el hecho de que de Valbuena fuese ideológicamente furibundo católico, tradicionalista y conservador a ultranza, cualidades que arrastró y defendió hasta su muerte, y por las cuales yo no siento tan rotundo entusiasmo: «Siendo tan español y tan católico –dejó dicho el ‘medellín’ de Pedrosa en su etapa carlista–, ya no necesito decir que soy anti-revolucionario; y lo soy en efecto; enemigo a muerte de la revolución». El hecho de tan exaltado nacional-catolicismo no le impide lanzar invectivas contra prohombres de la Iglesia católica, como la arrojada sobre el obispo de León, Francisco Gómez Salazar, en «Ripios aristocráticos»: «Este pobre señor Gómez Salazar, que a duras penas podía servir para sacristán de una parroquia, fue nombrado obispo de León, por obra del gobierno liberal de Sagasta que en aquel entonces padecíamos y allí estuvo diez y ocho años haciendo estropicios en la diócesis, hasta que la perturbación de sus facultades se hizo tan notoria que fue preciso darle sucesor y retirarle al convento de Montes-Claros, donde acaba de morir idiota». Tampoco su catolicismo ultramontano le impide censurar a Montes de Oca y Obregón, obispo de San Luis de Potosí, en «Ripios ultramarinos»: «Le suplico, pero muy encarecidamente, que queme todos los versos que ha escrito hasta ahora y no vuelva a escribir más en su vida. Sí, señor obispo de Potosí: por el amor de Dios, eche usted a la lumbre el libro de los ‘Bucólicos griegos’ y el otro de los ‘Ocios’, bien persuadido de que, sin perder nada en ello la literatura, ganará mucho la Religión, y no lo desmerecerá su propia conciencia».

Dios me libre de inclinarme por una opción científica de orden psicológica para explicar la constante dedicación de Antonio de Valbuena a zaherir sin piedad a relevantes personajes. Si bien puede ser muy variada la forma en que el individuo dé rienda suelta a liberar sus energías, tal vez su soltería o celibato podría ser explicación a exacerbada propensión crítica. Si la renuncia a la hembra en materia sexual, bien por voto de castidad, impedimento físico, misoginia u otras causas, no le hubiera ahorrado a de Valbuena quemar energías en la cama, probablemente no le habrían quedado tantas para volcarlas sobre sus víctimas, episcopales o no, contra las cuales fustigó con inusitado furor. Podría haber dirigido su líbido hacia otros frentes, no necesariamente para repercutir sañudamente contra su contrario ideológico, ético y estético. Pero no se dio otra opción. Recuerdo lo que se decía en Salamanca a propósito de una profesora de la Universidad, frustrada en el matrimonio, nada agradecida a la naturaleza y bastante déspota con los ayudantes a sus órdenes: «como ya no jodía, tendía a joder a los demás».
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