El fantasma del Emperador

Un recuerdo nostálgico a lo que fue la la esencia del teatro Emperador, edificio que se mantiene paralizado contemplando su pasado e impotente para mirar al futuro

Bruno Marcos
11/07/2022
 Actualizado a 11/07/2022
Final de la obra ‘La tempestad’, del grupo La Cubana, que se pudo ver en el teatro Emperador en los años ochenta.
Final de la obra ‘La tempestad’, del grupo La Cubana, que se pudo ver en el teatro Emperador en los años ochenta.
Tal vez podríamos haber ido más al cine y al teatro y a los conciertos, haciendo un esfuerzo, alternándonos, por turnos, para que fuera rentable aquel lugar y no cerrase, el gran teatro histórico. Quizás hubiera bastado con que cada ciudadano hubiéramos ido una sola vez al año para que siguiera siendo viable y conservable.

Cuando lo descubrimos los de mi edad ya se había evaporado en su pantalla, flotando hacia la evanescencia de la proyección cinematográfica, el niño lobo del cuento de Merino, que había misteriosamente aparecido en el derrumbe de aquel otro, el cine Mari, que ya no conocimos. Los asientos crujían como lamentándose de tantas sesiones y sesiones, de ficciones y ficciones, piezas de teatro, óperas, películas o actuaciones musicales, que hicieron más llevaderas vidas y más vidas… Te pusieras como te pusieras te dolía la espalda en aquellas butacas. El cine ya empezaba a no ser tan cine como antes fallando los guiones y el teatro se espaciaba y venía de tarde en tarde; para abaratar los costes cada vez las compañías tenían menos actores hasta llegar al paradigma solitario del monólogo, contradiciendo la esencia clásica del teatro que es el diálogo.

A decir verdad, el primer recuerdo que tengo es de ir a ver una obra vanguardista. A los pocos minutos de empezar ‘La tempestad’ de Shakespeare los actores suspendieron la función avisando de que una gran tormenta rodeaba el teatro. Nos dieron chubasqueros, salvavidas, flotadores e incluso instalaron confesionarios para preparar nuestras almas ante el fin del mundo. Una de las cosas más bonitas que me viene a la memoria es que, al salir, hicieron lluvia falsa pero de agua verdadera y salimos mojándonos por ella y luego, desde fuera, mirábamos esa lluvia artificial elevándose y cayendo más bella que si fuera real.

Cuando se hizo en su día nuevo este teatro ya fue con un estilo viejo, a la manera de antes, sólo entrar en él era ya una experiencia estética, era penetrar en los sueños del pasado; aunque las películas fueran nuevas eras tú, allí sentado, como un espectador parado en el tiempo y todo tenía algo de profanación. Lo mejor del teatro Emperador era llegar antes, subir por la muy empinada escalera escénica y dar la vuelta por los pasillos curvos de los palcos, asomarse a los balcones, escalar el anfiteatro, o salir al patio de butacas e imaginar que la gran lámpara de brillantes cristales suspendida del techo en su centro se cayera estallando en miles de reflejos móviles…

En una población tan estoica como la nuestra, en la que no se apura mucho casi nadie por conservar lo antiguo, ni se ilusiona mucha gente en recibir a lo nuevo, nos empeñamos en repetir el truco de convertir lo de ayer en cosas de mañana, hasta el punto de creernos nosotros mismos el engaño del que somos autores. Se habla de vez en cuando de reabrir el teatro Emperador, que lo viejo, lo abandonado, lo clausurado será futuro. Seguramente, los que piden que se reabra el viejo teatro lo que añoran en realidad sea su propio pasado, probablemente lo que desean es que se materialicen sus recuerdos; piden un imposible: que el tiempo regrese. ¿Quién no desea a veces imposibles? Lo que mejor hace el gran teatro vacío actualmente es de metáfora, metáfora de una ciudad paralizada en la contemplación de su pasado e impotente para mirar al futuro. Un teatro no habitado por fantasma alguno sino un fantasma todo él que nos retrata, en el mismo corazón de la ciudad cerrado, un fantasma del pasado y del futuro.
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