El fantasma de Lorca en el hotel de los Rosales

Cuando se cumplen 85 años del asesinato de Federico García Lorca, Bruno Marcos recrea su presencia en el hotel actual que fue la casa de los Rosales en la que se refugió en sus últimos días

Bruno Marcos
28/08/2021
 Actualizado a 28/08/2021
Vista del hotel actual que es hoy en día lo que fue la casa de los Rosales donde se refugió Lorca antes de ser asesinado.
Vista del hotel actual que es hoy en día lo que fue la casa de los Rosales donde se refugió Lorca antes de ser asesinado.
Una de las cosas más tristes de ser español es lo de Lorca. Cada mes de agosto una pena negra —como diría él— recorre el mundo al recordar cómo lo mataron una noche de verano, de la cual hace, en este, ochenta y cinco años.

Tuve una gran idea que, el día antes de realizarla, no me pareció tan buena: hospedarme en el hotel actual que es hoy en día lo que fue la casa de los Rosales en Granada, en la que se refugió el poeta los últimos días antes de ser asesinado. Releyendo la noche previa los capítulos finales de la biografía de Gibson empecé a angustiarme pensando en que iba a alojarme donde pasó tan malos momentos. Lorca, en las primeras semanas de la guerra, pidió a Luis Rosales, poeta también y amigo doce años menor, que le ocultase en su casa del centro de Granada, un bloque en la esquina entre las calles Tablas y Angulo, organizada en torno a un gran patio interior. Federico confiaba en la protección que suponía para él que la familia Rosales tenía a varios de sus hijos, incluido Luis, como jefes de la Falange, aunque ni eso pudo salvarle.

Impresiona inesperadamente atravesar el quicio de la puerta, como si en esa estrechez estuviese más viva su presencia; aunque por la que se pasa ahora no es la de entonces pues debieron sacarle por la de la calle Angulo, entrada que hoy existe pero mantienen cerrada. El hotel actual tiene en el patio cuatro columnas que recuerdan al mítico verso de ‘Poeta en Nueva York’, ciudad que para él las tenía de cieno. Arriba, la claraboya deja pasar la luz hasta el suelo de losas blancas surcado de sombras móviles que pudieran ser como su «huracán de negras palomas». En el centro, la fuente, de cuya cúspide brota un borbotón solo y que para de manar por la noche para no turbar el sueño de los huéspedes, recuerda la de Aynadamar, la de las lágrimas en árabe, cercana al paraje de Víznar donde se cree que están sus restos. Alrededor el zócalo andaluz de azulejos geométricos. De los balcones descienden enredaderas de un verde sonámbulo como el del romance. Muebles de maderas viejas y metales de oscuro yunque. Cuadros pintados —y no láminas— de lugares granadinos, el Albaicín y la Alhambra; y de Boabdil entregando la ciudad a los católicos reyes. Un gran espejo para verse dentro del escenario y, al fondo, la muy empinada escalera. En el comedor hay un piano que pudiera ser el que Lorca tocó aquellos días para espantar el miedo.

Dicen que está todo muy cambiado pero la sensación allí es de que el tiempo se ha parado. Hay en una esquina una urna con primeras ediciones de sus libros y a la derecha de la escalera han colocado una fotografía de pie con su figura recortada a tamaño natural, con un brazo apoyado en un mueble y un libro en la mano, detrás de una mesita con una máquina de escribir, vestido con ese esmoquin blanco y la pajarita negra. La fotografía se ve bien de lejos pero al ser una ampliación va nublándose cuando te aproximas hasta quedar borrosa, de forma que cuanto más cerca estás de ella menos reconoces a Lorca, y lo que parece un fallo es un gran acierto, porque cuanto más lo buscas más crece su misterio.

Para un huésped, al menos para uno como yo, fue imposible no sentir el fantasma de Lorca en el hotel de los Rosales, un edificio cuyos muros son la línea que dividió fatalmente el refugio de la muerte, donde se confirmó aquel verso suyo de la ‘Oda a Walt Whitman’: «…y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada».
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