23/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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A partir del 1 de octubre de 1936, ¿es acertado hablar de Franco como jefe legítimo del Estado español, como así lo ha dado a entender el Tribunal Supremo? Sin ser jurista uno ni historiador, la simple consulta de fuentes fidedignas me dice que NO.

De acuerdo con la legalidad internacional que deriva de la ONU, la ilegalidad del régimen franquista es evidente, como lo prueba su alzamiento en armas contra un gobierno legítimo, vulnerando el orden jurídico-constitucional vigente. La Resolución, Res.39 (I), adoptada unánimemente por la Asamblea General el 9 de febrero de 1946, consideró que el régimen de Franco fue impuesto por la fuerza al pueblo español. De acuerdo con los principios de la propia ONU, el franquismo cometió crímenes contra la Paz y contra la Humanidad. Aún hoy, de acuerdo con la Resolución Res 1996/119 de 2 de octubre de 1997, en España siguen sin cumplirse, en relación con las víctimas y sus familiares de la represión franquista, el derecho a saber, el derecho a la justicia y el derecho a obtener reparación. Y la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa ha instado al Consejo de Ministros español a que el 18 de julio sea declarado día oficial de condena de la dictadura franquista.

A mayor abundamiento, de acuerdo con Alberto Reig Tapia, significados rebeldes al orden constitucional republicano, como Ramón Serrano Súñer, constructor jurídico del ‘Nuevo Estado’, o el general Ramón Salas Larrazábal, cabeza de fila de la historiografía franquista más seria, así tuvieron que acabar por reconocerlo. El primero, aceptando que la rebeldía estaba jurídicamente en los autoproclamados nacionales que montaron una parodia de justicia, una «justicia al revés», masacrando los leales a una República constitucional; y, el segundo, reconociendo que en 1936 «el Estado no estaba secuestrado ni inválido». ¿De qué «justa» o «necesaria» rebelión estamos entonces hablando? Si el Estado legítimo republicano no estaba secuestrado, ni inválido, ¿por qué se sublevaban?

Lo cierto es que el Alzamiento del 18 de julio de 1936 comenzó por ser un acto «ilegal» e «ilegítimo». Ilegal, porque no estaba entre las competencias de los jefes de División del Ejército declarar la ley marcial. Ilegítimo, porque tanto el resultado de las elecciones de febrero de 1936 (cuya limpieza cuestionaron los sublevados solo «a posteriori») como el Gobierno de la Nación surgido de ellas, habían sido sancionados y aceptados jurídica y políticamente por la propia oposición parlamentaria, tal como quedó reflejado en el libro de Sesiones de las Cortes por su líder más destacado José María Gil Robles, lo que desmonta los inútiles intentos posteriores, que aún persisten, por cuestionar el resultado electoral y el Gobierno surgido del mismo como importante justificación para su rebeldía anticonstitucional.

No puede argumentarse históricamente que el gobierno republicano en julio de 1936 hubiera sucumbido a una ilegalidad e ilegitimidad que hiciera inevitable la ilegalidad e ilegitimidad de la oposición para defenderse. La legalidad y legitimidad del Estado republicano en 1936 es incuestionable a la luz del derecho español y del derecho comparado a pesar de los renovados intentos, perdurables como se ve hasta el día de hoy, justificativos del revisionismo. El argumentario del «Nuevo Estado» franquista quedó plasmado en un Dictamen de 9 puntos elaborado por 22 antirrepublicanos desautorizando la autoridad de la República para justificar el Alzamiento. Sus epígonos aún campean contumaces y libres a sus anchas.
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