El espantapájaros

El espantajo despierta, la llama al orden. - ¡Pasa aquí, prostituta!

Casimiro Martinferre
24/02/2015
 Actualizado a 18/09/2019
El espantapájaros
El espantapájaros
Mañana otoñal. Los cegadores haces del sol naciente enlucen las vallinas de Gistreo, por las que voy subiendo. Bola de fuego, promesa de sudores, de espejismos.
Descubro al espantapájaros, detengo la marcha, observo. El saber popular certifica que el miedo guarda la viña, aunque esto sólo parece funcionar conmigo. Una corneja aterriza en las cepas, confiada picotea las uvas, de preferencia blancas. El espantajo despierta, la llama al orden.

-¡Pasa aquí, prostituta!

Al escuchar la ronca voz, lijada por mil garrafas, supe que estaba ante el espíritu de Fuscas. Me arrimo, nos saludamos efusivamente. Desde que el borrachín la diñara, no había vuelto a verlo.

Todos los espantapájaros fueron en mejor vida, al menos en el territorio, buena gente proclive a la botella. Los espantapájaros están a la expectativa de un destino más solemne, como cáliz papal, copa de obispo, botijo de sacristán, somier de novicia, etc. En consecuencia, hasta que purguen su etílico pecado, desempeñan con aburrida flojedad la profesión de asustar.

Demoramos en la conversación. Lo importante no es vencer cumbres, sino masticar el polvo del camino. Uno de sus temas preferidos va de viudas, las pobrecitas. Opina que estamos quizás ante la caterva más impía, un escalafón por debajo de las suegras. Cuando empeoró tanto que la silicosis casi lo empapela para el otro mundo, le adjudicaron una enfermera viuda. Lo atendió de mil amores en el sanatorio, le insufló tantas esperanzas como cuartos le sorbió. Tras recuperarse, alargaron un tiempo la relación, por carta. Y habiéndole pedido matrimonio, me rogó le acompañara en calidad de mozo de equipajes a esperar el expreso de las 16.30. Nunca vino, fue el golpe de gracia. En el desierto andén intercambiamos una mirada triste que descarriló, comprendimos que era el final de una gran amistad y que al menos siempre nos quedaría el barrio de la Estación.

Según él, sin excepción las viudas gastan fácil lágrima, de cocodrilo. Lloran incluso tumbadas en la catacumba, mientras el sepulturero les enjuga las penas. A propósito del tema, la gente está equivocada: el oficio de enterrar depara grandes consuelos, frecuente trajín de catre, ¿porqué, si no, canta el sepulturero cuando abre la fosa? Cierto, tenía vocación de enterrador. Cuánto lo repitió en el Avenida, echandopartidas a medias en las tragaperras, «El enterrador, como el torero, nace».La mina le estorbó el gusto, burlonamente se lo mantuvo enterrado desde los doce años. Para cuando pudo salir de la rampa, traía en la mano un pulmón.

Ha discurrido un plan. Lo sacará adelante en cuanto logre mando. Acotar un pedazo de cielo donde sólo entren damnificados de enlutada, legión que ni muerta obtiene pausa ni va con ellos el Requiescat in pace. El tal reino, nacería inmunizado contra cualquier raza de viudas: sólo lo atendería un personal subalterno compuesto de serafines transexuales, con rabo reglamentario más lolas para que todos los socios estuvieran contentos. Hija de su discernimiento la maquinaria de semejante paraíso, piensa sería justo concedérsele la gerencia, siempre y cuando no lograse la cesantía del cementerio de Bembibre, pues es gobierno que urge su fuerte brazo para combatir la epidemia de lenguateras que padece, en particular las del sospechoso Clan de las Siete Hermanas Viudas, cuyos maridos mártires tendrían el privilegio de inaugurar con honores el susodicho reino de Fuscas.

Acerco otra vez la petaca al rostro impávido. Hasta la última gota de ron empapa la paja, los ojillos de carbón sonríen. Acto seguido embiste las videsuna picaza.

-¡Pasa aquí, prostituta!


Noceda, octubre de 1987.
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