El escritor Miguel Ángel Hernández y San Agustín

Por José Javier Carrasco

08/03/2022
 Actualizado a 09/03/2022
| MAURICIO PEÑA
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El escritor y profesor universitario Miguel Ángel Hernández, en un ensayo, ‘El don de la siesta’, publicado por los nuevos cuadernos de Anagrama, cuestiona la mala fama que tiene la siesta y reflexiona sobre la función del sueño, su relación con el buen funcionamiento del cuerpo; rastrea referencias a esa costumbre en la literatura y el arte; recuerda la recomendación de San Benito a sus monjes de que dediquen un tiempo a descansar después de las comidas, y acaba defendiendo el derecho a la ociosidad frente al imperativo generalizado en la sociedad capitalista de ser productivo por encima de todo. En su erudita exposición olvida citar esa conocida anécdota de Santo Tomás de Aquino durmiendo la siesta con una esfera metálica en la mano, – aunque recoge otra parecida de Dalí –, estratagema que le ayudaba a despertar cuando, vencido por el sueño, la esfera caía al suelo y poder, de ese modo, reanudar sus rutinas de filósofo, seguir apuntalando pruebas racionales a la existencia de un primer motor causa de cuanto existe, rompiendo así con la corriente neoplatónica dominante desde el siglo IV encabezada por San Agustín de Hipona y la separación rigurosa que estableció entre razón y fe. Estudié en los maristas y la historia de la orden de los agustinos y su colegio Nuestra Madre del Buen Consejo, que junto al de los jesuitas y el de los franciscanos completaban la oferta de enseñanza religiosa masculina en León, me era ajena. Ignoraba que el destino me guardaba, así todo, una sorpresa relacionada con él.

El primer centro de enseñanza que pusieron en marcha los agustinos en la provincia de León fue el Instituto de San José, en el año de 1884, en la localidad de Valencia de Don Juan. La ley de Enseñanzas Medias de 1901, promulgada por el Ministerio de Instrucción Pública dirigido por el conde de Romanones, buscaba atajar la preponderancia de la enseñanza religiosa sobre la sufragada por el Estado y su normativa reunía una serie de medidas que obligaron a los agustinos, al no poder convalidar los estudios de sus alumnos de Valencia de Don Juan, a abrir un colegio en la ciudad de León, en 1901, en la calle Cardenal Landázuri. En 1917 se inaugura un nuevo colegio en un solar colindante con La Gran Vía de San Marcos diseñado por el arquitecto Manuel de Cárdenas. En 1921, aledaño a este, se levantaba un segundo edificio. Por último, en 1923 se coloca la primera piedra de la Iglesia del Buen Consejo, también trazada por Cárdenas.

En 1978, yo, después de dejar mi carrera de Periodismo colgada por un tiempo, regresaba a León. Un año antes, el colegio del Buen Consejo era derribado. En su lugar, ocupando la manzana comprendida entre las calles Avenida General Sanjurjo, Alférez Provisional y San Agustín, se levantó un inmueble blanco de viviendas residenciales, muy alejado del colegio de ladrillo diseñado por Manuel de Cárdenas, que da cabida en su interior, sin embargo, a uno de los elementos emblemáticos del anterior edificio, me refiero a la iglesia-capilla del Buen Consejo. Según mi nada común historia de vida laboral, entre el mes de marzo de 1980 y julio del mismo año formalizaba un contrato como peón con la empresa Entrecanales y Tavora S. A., la encargada de construir la obra del complejo residencial de San Agustín. Así, durante cuatro meses, tuve tiempo en los descansos para comer, de echar alguna breve y reparadora siesta, como aconsejaba San Benito, en alguna de las terrazas del edificio, de la que despertaba con la sacudida brusca de encendido automático de cualquier currante responsable.
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