El enigma guardaba el tesoro

Castella, Fandi y López Simón salieron por la puerta grande en la corrida del viernes, pero hasta ellos saben que no es lo mismo el triunfo del francés Sebastián Castella, para el recuerdo, que el de sus compañeros de cartel, que cumplieron

Fulgencio Fernández
25/06/2016
 Actualizado a 31/08/2019
El primero de los pases de la serie con la que Castella inició la faena del quinto toro y ya se ganó al ‘respetable’ del coso leonés. | MAURICIO PEÑA
El primero de los pases de la serie con la que Castella inició la faena del quinto toro y ya se ganó al ‘respetable’ del coso leonés. | MAURICIO PEÑA
Eran las ocho y diez de la tarde cuando Sebastián Castella —un francés con sangre polaca y embrujo andaluz—ordenó que se detuviera el tiempo. Lo paró. Se colocó en el centro justo de la plaza. Quieto. Mirando al suelo, sin querer saber nada del toro Lescivo que jugaba con las tablas. Parecía rezar, que ya es sabido que este torero no reza en la capilla de la plaza porque lo hace directamente a una Macarena suya y viaja cada año a Fátima para decirle a la cara "gracias por la vida". Después de esos segundos en los que detuvo el tiempo, el reloj de la plaza seguía en las ocho y diez, le hizo un leve gesto al toro con la mano, Le llamó. No le hizo mucho caso. Un pequeño salto y el toro vino, derecho a él. Castella —un francés con sangre polaca que no da un solo paso sin la chulería de un torero antiguo—cambió la muleta a la espalda. Ni se inmutó cuando el tren pitó detrás de él. Puso la muleta al pecho para el viaje de vuelta. Ni se inmutó. La cambio a la espalda... la trajo al pecho... seis viajes. La plaza en pie. Remató con un pase de pecho. La plaza entregada. Acababan de decidir que era el triunfador de la tarde, que era la faena del día de San Juan, que era la tarde del francés.

También lo sabía el francés de sangre polaca y cara de niño guapo al que las cicatrices delatan que hay trampa en esa cara infantil. Ya era coser, la plaza se había entregado, y cantar. Y cosió y cantó. Le arrancó al toro siete u ocho series ligadas, variadas, diversas, cambiando de mano, que completaban el quite por chicuelinas con el que recibió al toro, al que mimó, consciente de que sus hermanos estaban teniendo menos empuje que un guardia civil jubilado en bermudas y chancletas.

Al ver una serie tras otra entendimos al chaval que llegó el primero a la plaza. Que entró con prisa. Que se pegó a una pared blanca, apenas le musitaba un «suerte» a sus compañeros cuando iban llegando, no le agradaban las fotos. Hablaba para adentro y enseñaba esa cara de niño con cicatrices.

Cuando el toro le pasaba por delante y por detrás como un tren parecía recordar aquel viejo tren que cogió cuando sólo era un niño de 14 años y aquellos otros en los que viajó de plaza en plaza, trenes en los que, dice un biógrafo suyo, "iban atestados de quinquis, buscavidas y viajantes de mala mercancía". Hoy viaja en AVE y ayer sabía que no lo iba a dejar pasar de largo.

Una estocada hasta la cruceta. Se acabó. Dos orejas. León había decidido, la tarde tenía ganador. Ese francés del que siempre se dice que su interior es un enigma, porque no habla, no mira, no sonríe, y sueña con ser Manolete, pues como él "a veces necesitamos una coraza para protegernos, necesitamos desaparecer".

El enigma tenía tesoro.


Y León había decidido que el enigma era el triunfador. El Fandi ya había cumplido. Hizo lo suyo, no le ayudaron los toros y les arrancó lo que pudo con esa fuerza que derrocha y cuida como un tesoro, hasta el punto de que ayer el masajista de la Ponferradina trabajó duro y largo con su espalda (así se explica el abrazó que le dio al presidente de la Deportiva, Silvano).

Fandi estuvo efectista. Con las banderillas volvió a poner la plaza en pie, en el cuarto de la tarde regaló la novedad de poner cuatro banderillas en un solo par:primero coloca dos haciendo el violín y después despliega las otras dos haciendo un slalom con el que regresa a la cara del toro y se las coloca en todo lo alto. Ahí salen las reminiscencias de aquel niño/esquiador, integrante del equipo nacional, que un día tuvo que decidir entre la nieve y la arena. Y se quedó con la arena.
Ayer le arrancó una oreja a cada toro y abrió la puerta grande, pero también él sabía que no es lo mismo.

La batalla parecía decidida pues en los toros todo es una batalla. Una figura frente a la otra. Un torero frente al toro. Unos aficionados contra otros. Los taurinos contra los antitaurinos. Los de a pie contra la autoridad, ayer haciendo correr la leyenda —o lo que sea—de que al presidente le faltan créditos para el título de jefe supremo.

Y el vencedor de la batalla era el niño del enigma. Pero todavía tenía algo que decir la novedad de la Feria, López Simón, el líder del ranking de paseíllos en esta temporada. El torero de Madrid. El último en llegar a la plaza, que saludó a los otros dos sin cruzar más que el protocolario suerte, mientras los subalternos se besaban. Alguien le dice dónde está la capilla y el lo agradece pero se va a la esquina contraria, firma capotes, sonríe, habla con su hombre de confianza... Dicen que lee a Borges y admira y escucha a Calamaro, lo que parece una excentricidad en el mundo del toro. Allí está.

Y allí aparece, a por el  sexto y último. A pelearle la batalla al francés de sangre polaca y aroma de Manolete y trenes antiguos.  Había hecho cosas en el tercero, le arrancó al toro lo que pudo, puso  voluntad, se arrodilló, se adornó y cortó una oreja en el tercero. Pero sabía que acababa de pasar algo que exigía algo más serio.

Pero a Pendenciero, que dio explicaciones de su nombre sólo golpeando contra las tablas,  le costaba más trabajo arrancarse que a tractor Zetor después de todo el invierno en el portalón. López Simón parecía cantarle la canción de su Calamaro:"Eres filo de navaja que me abre / eres hoja de cuchillo que me parte / eres flor de nieve amarga  / eres negra amapola blanca". Él regó la negra amapola blanca, pinchó en hueso y clavó una estocada hasta la empuñadura que le concedió la oreja necesaria para abrir la puerta grande, para que nadie se quedara en la arena mirando.  Pero conscientes de que no es lo mismo, de que, como dijo ese Jorge Luis Borges al que él lee:"Hay derrotas que tienen más dignidad que la victoria".

La de este viernes pudo ser una. Pero derrota al fin y al cabo, tal vez por eso él a media faena se quitó las zapatillas, para lavarle los pies al maestro, como cuentan de aquella última cena.
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