26/04/2015
 Actualizado a 18/09/2019
Guardar
Se me ocurren estas líneas con la sola intención de recordar la figura de un compañero de fatigas balompédicas y, de paso, para dar cuenta de la capacidad de transformación que puede observarse en las aficiones de los equipos de fútbol más aguerridas (las del Bilbao, las del Valencia, las del Sevilla, las del Atlético de Madrid) ante el juego de futbolistas de delicada fisonomía en el equipo contrario. La semana pasada me entretenía viendo por televisión el partido entre el Eibar y el Celta en Ipurúa; faltaban unos minutos para que concluyese el partido y el Celta ganaba uno cero cuando su entrenador sustituye al centrocampista Krohn-Dehli. Los aplausos que recibía el futbolista danés no provenían sólo de los escasos aficionados célticos desplazados hasta Eibar, sino de los propios eibarreses, certificando el juego exquisito del jugador céltico. No digo que la salida del campo de Cristiano Ronaldo después de haber metido tres goles a su equipo fuese recibida de la misma forma, pero den por seguro que lo harían si Modric o Iniesta, por ejemplo, hubiesen cuajado una de sus destacadas actuaciones. Y ni eso: aunque no hubiese sido soberbia su actuación, lo harían de cualquier forma, que la memoria de los aficionados reserva en un lugar preferente los momentos gloriosos de esos jugadores exquisitos. Para quien no esté al tanto de asuntos futboleros en los que no intervengan Real Madrid o Barca –y es este el caso que expongo, el del equipo gallego–, apuntaré que Khrondelli es un futbolista de aspecto físico parecido al del madrista Modric, con idéntica posición en el terreno de juego y las mismas maneras de deshacerse de los contrarios en el centro del campo: quiebros y requiebros (mutatis mutandi: la repera patatera) para uno y otro lado y facilidad para entregar con ventaja el balón a sus compañeros. Xavi en el Barca o Turan en el Atletico de Madrid responden a este tipo de jugador que tanto interesa a los entrenadores, precisamente por esa facilidad que los define, y que tanto incomoda a los contrarios, de aguantar el balón y no desplazarlo a la buena de Dios.

Precisamente ahí, en ese mismo estadio hace ahora treinta años, quien suscribe llegó a jugar un buen día un partido de fútbol contra el Eibar. En mi quipo había ‘otro Modric’, un futbolista enclenque, de piernas flacuchas y aspecto desgalichado: Domínguez (‘el Domi’, le decíamos los compañeros). No recuerdo el resultado, pero sí que el césped se encontraba completamente nevado, y que el árbitro, pese a ello, había permitido el desarrollo del encuentro. Antes del inicio habían marcado de rojo todas las líneas del campo. Y hasta el balón. Recuerdo que la portería de fondo sur se hallaba libre de gradas y en su lugar, a espaldas del portero, había una pendiente que llegaba a no sé dónde. Allí desaparecían los balones de los locales con la intención –era pura evidencia– de que sus jugadores perdiesen tiempo cuando les favorecía el marcador. Ya se encargaban ellos, si sucedía lo contrario, es decir, si quienes lanzaban el balón a la cuesta eran los del equipo visitante, tener al tanto a un par de rapaces para recogerlos al momento. Dirán ustedes que por qué no se utilizaban los balones ‘de reserva’, pero lo cierto era que, en aquellos tiempos de Maricastaña, los equipos humildes apenas si contaban con un par de ellos. Ni siquiera camisetas de repuesto había, no sólo para intercambiar con los contrarios al finalizar el partido, sino para renovar la que se había roto por algún agarrón.

Pues bien, a lo que iba: en el Ipurúa de entonces, al ‘Domi’ no le importaba ni el barro ni la nieve. Disponía de una inteligencia natural que le permitía levitar sobre el estado deplorable del campo, y en ese centro puntual de la discordia, el de los contactos, los contrarios resbalaban o tropezaban entre ellos cuando intentaban arrebatarle la pelota. Los compañeros, entretanto, no dejábamos de ofrecerle el balón como ahora lo hacen los jugadores del Barca con Messi («quita, quita payá», parecen decir cuando no saben qué hacer con él y se lo entregan), sabiendo que no existe nadie como el argentino para desenvolverse ante cualquier adversidad, y en cualquier terreno, liso o embarrado.

Antes de finalizar el partido, el entrenador, ante la furia desatada que exhibían los jugadores eibarreses espoleados por su público cada vez que el Domi se apoderaba del balón, y temiendo que en cualquiera de aquellas entradas mezquinas destrozasen su enclenque figura, optó por reemplazarlo. Tendrían que haber visto ustedes al público vasco levantarse de sus asientos y dedicar una ovación a aquel diminuto deportista que había traído en jaque a su equipo.De lo que cabe deducir que en todas esas actitudes existen movimientos instintivos, una especie de empatía con el enclenque por parte de los chillones («nosotros somos los más duros, los más fuertes, nos pasamos todo el partido increpando al árbitro, insultando a quien se nos antoje, cantando aupa Aleti, pero reconocemos que tú tienes alguna cosilla que nosotros no poseemos») que favorecen esa ficticia generosidad de los aficionados, pesea lo cual, todo el mundo da por buena, a cuenta de esos pequeños detalles, su presunta sabiduría futbolística.

El espacio del fútbol, pues, alberga todos esos altibajos emocionales: la suavidad del Domi y la furia de los vascos (o de los madrileños, o los sevillanos), sin los cuales no ocuparía ese lugar preferencial en el mundo del deporte.
Lo más leído