07/04/2021
 Actualizado a 07/04/2021
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No será por bares, discotecas y antros en los que he estado en mi vida, pero hay unos pocos que recuerdo con cariño. Por la música, la época o la compañía. Quizá por determinadas hazañas o a lo mejor ni me acuerdo, pero el caso es que siempre habrá algunos lugares de León, de otras ciudades españolas, de Amsterdam, Viena o La Habana que jamás olvidaré, y uno sin duda era el Asklepios.

Su magia no es que fuera un templo de la medicina y la curación, como el dios griego. O quizá sí, por qué no negarlo. Pero ir allí a última hora de la noche, después de sobrevivir a determinados pubs, no solo era una prueba de vida, sino que además te reconciliaba con esa capital menos inhóspita de lo que parece pero no tan ‘alternativa’ como quisiera. Allí sí, allí todo era un oasis en medio de la oscuridad, porque precisamente su oscuridad brillaba. Y tanto que lo hacía.

Pero lo más difícil de la noche era cuando a alguien se le ocurría pedir una canción al dj, una iniciativa siempre de riesgo, por más que en aquellos tiempos no hubiera miedo a acercarse a los extraños e incluso había quien robaba vasos o botellas del suelo, ya fuera por necesidad o por humor.

Daba igual que fueras a pedir buena música, o te tuvieras que conformar con lo más probable que te pusieran, como si aquello fuera un ‘Cumpleaños total’, pero era una experiencia tan extraña que todavía me conmueve. El dj, un tipo taciturno, asocial, enfadado la mayor parte del tiempo, se protegía detrás de una pantalla de metacrilato mientras el humo se expandía. Y aunque rara vez escuchaba tus peticiones, quizá porque tampoco las iba a entender, lo que jamás hacía, bajo ningún concepto, era quitarse la mascarilla. Parecía una escena apocalíptica, sacada de alguna película distópica, pero nada más lejos de la realidad: era un adelantado a su tiempo.
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