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El disimulo de Antequera

29/04/2019
 Actualizado a 15/09/2019
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En la jornada de reflexión, el pasado sábado, nos proponía nuestro Julio Llamazares en El País dedicarla a leer poesía y hablaba de ‘Tierra baldía’ de T.S. Eliot, una especie de Biblia para explicarnos el deterioro de la belleza. Y este cronista se acordó que también los políticos habían acudido estos días a la poesía concediéndole premio nacional a la uruguaya Ida Vitale, a dedo como siempre. ¿Por qué no se vota a los poetas? Aunque, tampoco es que el público en general sepa de poesía mucho más que de política.

Como el criterio general es que hay que votar, aunque no se tenga claro, muchos habrán tenido que hacerlo a ciegas. ¿De verdad, no votar si no se tiene claro, es un acto de irresponsabilidad? Un médico que receta un remedio sin estar seguro de conocer de la verdadera enjundia de la enfermedad… Un quídam que confía sus ahorros a un banco en manos de vaya usted a saber quién… Llenos están los cielos y la tierra de estos ejemplos. Es cierto que, después de haber luchado durante la dictadura para poder votar, encontrarse ahora con no fiarse de ninguno de los candidatos produce una cierta depresión. Pero siempre existe algún remedio. Este cronista ha descubierto uno, el famoso ‘Disimulo de Antequera’: «La cabeza tapada y el culo fuera» que nació cuando los trabajadores del mercado de aquella ciudad, al romperse los pantalones por el esfuerzo y no llevar nada debajo, decidían echarse un pañolón a la cabeza para no ser reconocidos y poder acabar la jornada laboral.

También pudimos acudir a las urnas con un rosal en la mano como hacen en la costa subtropical (Salobreña-Almuñécar-Motril) que plantan rosales al pie de las vides para que detecten las plagas y las atraigan hacia sí, dejando libres a aquellas del ‘emfermón’ como lo llamaría el padre del cronista que vivió en el curso medio del Astura y siempre tuvo claro a quién votar, a quién nos manden los que mandan. Claro que lo de mandar él lo entendía en su verdadero significado; por eso, cuando sus amos lo llamaban: ¡¡Domingo!! El respondía: ¡mandeee! Como ahora hacen los seguidores acérrimos de los partidos políticos, por más que en su historial no quepa ya ni un descalabro.

Cuando entonces, como ahora, los premios de poesía también los concedían los que mandaban. Por eso los poetas de verdad, que siempre pican de un tanto críticos con el poder, no los recibían nunca. Lecciones que vienen de la infancia. Pero, como escribe Philip Roth en su ‘Elegía’: ¿Cuánto tiempo puede pasar un hombre recordando lo mejor de su infancia?»
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