El difícil caminar en libertad

César Pastor Diez
08/01/2022
 Actualizado a 08/01/2022
Recuerdo la vida sencilla, aunque difícil durante de la guerra en la retaguardia, es decir el tiempo en que viví en la Plazuela Puerta Obispo, de León, con mi madre, y que ya he comentado en varios artículos de La Nueva Crónica, como ‘La era de Bibís’ y otras varias. Allí no sólo alcancé el uso de razón sino la grandeza de la amistad entre las personas. Era una infancia feliz, porque durante la niñez no se piensa en filosofías ni en gramáticas; solo se siente el deseo de jugar y las lecturas de cómics con historietas divertidas y fantásticas. En aquel tiempo, un libro como por ejemplo ‘Fenomenología del espíritu’, del enrevesado Hegel, sólo el título ya nos habría hecho tiritar de dientes. Las penalidades ya llegarán sin pensar en ellas y sin buscarlas. ¡Cuántas veces, en el transcurso de los años, habré deseado volver a aquellos tiempos, a pesar de las estrecheces padecidas por culpa de la guerra y a pesar también de que las niñas del barrio siguieran esquivándome. Imagino que aquellas chiquillas en la actualidad ya serán felices esposas, madres y abuelas. Y no les guardo ningún rencor sino sólo la admiración que durante toda mi vida me ha producido el feminismo físico y mental.

Pero hoy no deseo hablar de tiempos pasados sino de libertad, esa palabra mágica con que algunos se llenan la boca pero que resulta tan difícil de ejercer, porque ejercer la libertad plena sin perjudicar a nadie debe de ser tan difícil y estrecho como caminar por el filo de una navaja como bien lo sabía Somerset Maugham al escribir ‘The razor’s edge’.

Se nos viene predicando desde antiguo la plena libertad como el estado perfecto en que el ser humano puede ser feliz. Pero la plena libertad del ser humano no deja de ser otra tiranía y una guerra de todos contra todos, un leviatán tal como ya la describió en el siglo XVII el filósofo británico Thomas Hobbes en su obra ‘Leviatán’ (leviatán es el voraz monstruo marino descrito en la Biblia), aunque la frase de la guerra de todos contra todos no la inventó Hobbes sino el comediógrafo latino Plauto, dos siglos antes de J.C. Nos hallamos, pues, ante la tremenda paradoja de desear la libertad y a la vez necesitar que nos guíen, nos protejan y moderen nuestra agresividad, de manera que quienes nos guíen y protejan no podrán ser libres. La vida terrenal es como un desierto donde hayan caído dos palmos de nieve y donde la libertad no existe. En la sociedad humana, la única libertad que yo concibo es la de aquel o aquella que no necesita a nadie que le guíe o empuje en los intrincados senderos de la vida. Y no se trata ya de un empuje físico, sino especialmente mental y humano, sincero y limpio como el alma de un bebé. Es el empuje que desde la distancia viene dándome una mujer maravillosa, una olotense educada en Castilla y León y con la que me une un afecto netamente desinteresado y platónico. Y aunque no nos conocemos personalmente hemos entablado una profunda amistad y un verdadero cariño etéreo. Nos tratamos de querido amigo y querida amiga; luego existe entre nosotros un cariño real y nos demuestra que existen muchas clases de cariño. Ella, que fue redactora en jefe de La Nueva Crónica, ha conseguido, tras una cálida reprimenda, que yo reemprenda mis colaboraciones literarias en este periódico. Recuerdo que cada vez que yo enviaba un artículo, siempre había alguien desde el Cierre, que me mandaba un correo diciendo: «Mañana sale, César. Gracias y un abrazo».

Decía que no podemos caminar solos por el desierto del mundo, que es tan incierto y etéreo como el infierno y el cielo. Necesitamos que algún superhombre camine delante de nosotros de manera que podamos ir metiendo los pies en las hondas huellas que él ha dejado, facilitándonos con ello nuestro caminar. Todo caminar en solitario conlleva la obligatoria necesidad de llevar a cuestas la tremenda carga de nuestros achaques, nuestros dolores y nuestra compunción. Recuerdo que en un pasaje evangélico Jesús nos dice: «El que quiera seguirme coja su cruz y sígame». ¡Pero son tan pesadas las cruces! Siempre necesitaríamos un Cirineo que nos ayudase a cargar con ellas.

Cuando ya hemos probado todos los deleites terrenales imaginables y cuando todo nos sabe a manjar ya gustado y ya gastado es cuando volvemos los ojos al tremendo desierto de la vida y al espantoso misterio de la muerte.
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