04/04/2020
 Actualizado a 04/04/2020
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Mientras me asomo a la ventana y observo la primavera, a la vez cercana y ajena, como ese pastel que ves a través del cristal de la confitería y quisieras comer, pero no puedes tocar, pienso en lo rápido que nos hemos acostumbrado al confinamiento. Es increíble esta capacidad del ser humano al adaptarse a cada circunstancia, todo lo que somos capaces de hacer por sobrevivir. Quedarse en casa no es gran sacrificio, pensamos muchos al imaginar lo que los sanitarios estarán viviendo en los hospitales, luchando con pocos medios y escasas defensas contra este virus que ha vuelto del revés nuestro pequeño mundo.

También pienso en el día después, llegue cuando llegue. ¿Cómo será la primera vez que podamos salir de nuevo al parque, al campo, de excursión? ¿Cómo será volver a tomar un café, un vino? ¿Cómo de emocionante sentiremos ese abrazo a los amigos que ahora sólo vemos a través de las pantallas?

Supongo que todo nos parecerá más intenso. Si esta cuarentena llega a ser larga, sentiremos, tal vez, que renacemos entre cenizas como un fénix. Toda crisis es una oportunidad, como cree la milenaria sabiduría oriental. A pesar de la pérdida y el dolor, la esperanza sigue presente como esas pequeñas plantitas que nacen entre las grietas de las baldosas del suelo que pisamos. La esperanza es hermosa y es bálsamo. Todo será intenso, estoy convencida, como un buen arábigo. Las cosas más pequeñas serán las más grandes, porque este tiempo habrá servido para que valoremos en su justa medida la grandeza de la compañía, también la de la soledad, la del amor a la familia. La importancia de tener un techo, comida, música, un buen libro. Todo lo que ya teníamos y no veíamos o lo hacíamos con otros ojos. Ese día llegará, ojalá sea pronto. Volveremos a disfrutar de nuestros amigos, del mar, de los helados de vainilla. Saboreemos esta ilusión. Casi podemos tocarla con los dedos. No es un espejismo.
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