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El despelote de la música

06/12/2020
 Actualizado a 06/12/2020
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Andan estos días las gentes (así, en plural, como le gusta decirlo a Julio Iglesias) compartiendo sus resúmenes del año en Spotify y en otras aplicaciones de música en ‘streaming’. Muestran rankings con decenas de miles de minutos escuchados, nombres de grupos pintones al lado de músicos consolidados, un porrón de estilos descubiertos en el otro hemisferio y no se sabe cuántos guarismos más.

Este exhibicionismo musical no es nada nuevo: desde que alguien ‘pinchó’ el primer disco de pizarra en un gramófono, a los humanos nos ha encantado dar la brasa al prójimo con nuestras inclinaciones melómanas. Tal vez sea porque es el arte más conectado con lo tribal: algo que aglutina a un grupo y, al mismo tiempo, lo diferencia de otros.

Tengo grabado en la memoria el día en que decidí comprarme una camiseta de The Prodigy tras ver el vídeo de ‘Firestarter’. Tras bastante rebuscar, la encontré en la difunta tienda Maci Rock de la Calle Ancha. Era una cosa feísima, uno de esos trozos de tela negra con estampado térmico malo que a la mínima de cambio hedía con ese olor terrible y vergonzante de las camisetas de grupos. Pero daba igual. «¿Te gustan los Prodigy?», te preguntaba alguien al verte con ella. Y tú: «Molan, sí», con la boca pequeña para hacerte el interesante, pero en el fondo deseoso de encontrar a alguien parecido a ti con el que esquivar la soledad de la tardoadolescencia mal llevada.

Dicen que hacerse mayor es ir perdiendo el pudor, pero estas cosas me cuestan cada vez más. Es verdad que resulta muy difícil no mostrar al mundo, aún involuntariamente –la pestañina de «compartir» lo que se está escuchando viene activada por defecto–, la ‘playlist’ que te pones para cocinar croquetas o cuando sales a correr. Pero de ahí a permitir que un señor de Tomelloso pueda diseccionar tu vida... «Mira, mira todas las rancheras de Juan Gabriel que te estuviste poniendo cuando te rompieron otra vez el corazón. Canciones de emborracharse y llorar. Qué bochorno».

También da pena ver a los propios músicos enseñar sus cifras: millones de ‘streams’ en lugares variopintos, como Bielorrusia, Malasia o Trinidad y Tobago, que tal vez sirvan para hacer un par de compras en la frutería de debajo de casa y ya.

Por eso, porque a veces la música forma parte de ese núcleo tan íntimo que sólo se puede experimentar con uno mismo o –a lo sumo– con otra persona, me acuerdo de lo que me decía mi amigo Rulo: Que, por ejemplo, vamos contando alegremente a cualquiera lo que soñamos anoche, sin darnos cuenta de que es como desnudarnos en público. Otro signo de los tiempos: el despelote musical.
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