El desaparecido Instituto ‘Padre Isla’ cumple cien años

José Luis Gavilanes se adentra en la historia del centro inaugurado en 1917 en el nuevo y flamante edificio construido para tal fin en la calle Ramón y Cajal y demolido en 1966

José Luis Gavilanes
14/06/2017
 Actualizado a 19/09/2019
La magnífica edificación del Instituto ‘Padre Isla’.
La magnífica edificación del Instituto ‘Padre Isla’.
Hace cien años, contando entonces la ciudad de León con poco más de 20.000 habitantes, el viejo Instituto General y Técnico ‘Padre Isla’ –que había transitado por distintos lugares de la capital leonesa desde su creación en 1846 como Instituto Provincial (Seminario Conciliar de San Froilán, San Marcos y Colegio de los Padres Escolapios en la calle Corral de Villapérez)– fue trasladado durante el curso académico 1917-1918 a un nuevo y flamante edificio construido para tal fin situado en la calle Ramón y Cajal, levantado sobre el entonces solar del mercado de ganados, ubicación hoy del Instituto ‘Juan del Enzina’. En el mes de marzo de 1909 comenzaron las obras cuyo presupuesto ascendía a 740.626 pesetas con 35 céntimos, siendo el proyecto obra de los arquitectos Luis de Oriol y Emilio García Martínez. El 7 de julio, el secretario Mariano Domínguez Berrueta encerró en una caja de plomo sepultada bajo un sillar el acta con los nombres de los que intervinieron en el acto inaugural, esperando que después de siglos sería descubierta. No llegó a transcurrir medio siglo. Por prescripción gubernativa, en 1966 se derribó el edificio y apareció intacta la caja de plomo. Su derribo ha sido, sin duda, la mayor barbaridad urbanística cometida en la ciudad de León, sin castigo ni reprimenda ni menos aún resistencia ciudadana que lo evitara. Eran tiempos de ver, oír y callar. Actualmente el Instituto ‘Padre Isla’ cumple sus funciones docentes en el Paseo de la Facultad Veterinaria, en un nuevo edificio inaugurado en 1966.

En 1917 no hubo ninguna fiesta de inauguración. El edificio costaba de dos plantas. De prisa y corriendo, poco antes de entregar el edificio, tuvieron que hacer la monumental escalera que comunicaba la planta baja con la primera, pues se habían olvidado de levantarla. La primera planta comprendía nueve aulas, museo de Historia Natural, laboratorio de Química, un gran Salón de Estudio, Sala de Profesores, Dirección, Secretaría, Oficinas, Conserjería, Portería y Servicio para alumnos y otro para profesores. Existía agua abundante en todo el edificio debido a un gran pozo que un motor llevaba a unos depósitos en la parte alta, al lado de las viviendas de los subalternos. En la segunda planta estaban instalados los laboratorios de Física y Agricultura, un gran salón destinado a Paraninfo, que terminó siendo capilla, y la vivienda del director. Las del conserje y el portero estaban situadas encima de la casa de este último, a las que se accedía por la parte trasera del edificio, en la calle Ruíz de Salazar, a través una pequeña «puerta de apelación» o recurso de los impuntuales cuando la principal estaba ya cerrada. Contaba el edificio con un patio exterior de entrada, rodeado de verjas de hierro, donde los alumnos matábamos con juegos, bocadillos de tortilla y altramuces el tiempo de recreo entre las clases. A través de tres puertas grandes se accedía al hall por una corta escalinata. En este centro de enseñanza, en plena guerra fría, bebí leche en polvo y queso agujereado con que el benemérito Tío Sam nutría de calorías nuestra precariedad alimenticia, como pago al asentamiento de unas bases militares, material de guerra obsoleto, créditos y el fervor antisoviético de su «excelencia superlativa».

Mientras pervivió el nuevo edificio, aunque el profesorado estuviese integrado por personas de ambos sexos, para los alumnos el centro era exclusivamente masculino. Desde el punto de vista didáctico, el plan de estudios de mayor vigencia por aquel entonces era el de 1903 y se debía al ministro de Instrucción Pública Gabino Bugallal Araujo. Duró 23 años y sería nuevamente adoptado por la República en 1931, dejando la asignatura de religión como voluntaria. No era un plan perfecto, pero la realidad es que sirvió para hacer buenos bachilleres, con una formación muy superior a la de planes posteriores. En 1926 se firma el Plan Callejo. No se sabe en realidad quién fue su autor, pero el firmante era el entonces ministro de Instrucción Pública, don Eduardo Callejo de la Cuesta, catedrático de Derecho de la Universidad de Valladolid. Este plan fue recibido por el profesorado con total desagrado por facilitar el intrusismo y el fraude docente. Al proclamarse la República el 14 de abril de 1931, el nuevo ministro de Instrucción Pública, Marcelino Domingo echó abajo el Plan Callejo y promulgó por decreto el 7 de agosto un nuevo plan provisional que no era otro que revivir el de 1903. Esta plan estuvo vigente provisionalmente durante los dos primeros años de la República, siendo reemplazado por el Plan Villalobos, ministro autor del mismo, célebre catedrático de Medicina de la Universidad de Salamanca. Poco tiempo duró, porque en 1938 fue abolido sin haber estado en vigor en toda su extensión. (Para saber más sobre éste y otros aspectos, consúltese: J.A. Serrano Serrano y Mª Luisa Caballero Laiz, ‘Crónica del Instituto “Padre Isla” de León (1846-1991)’, Ediciones Montecasino, Zamora, 1992).Por lo que respecta al profesorado, además de otros profesores expedientados y depurados por razones políticas tras el estallido de la Guerra Civil, voy a fijar la atención en dos catedráticos del Instituto ‘Padre Isla’ que corrieron peor suerte. Manuel Santamaría Andrés, zamorano nacido en 1896, tomó posesión de su plaza en 1922 e impartió clases como Catedrático de Preceptiva Literaria y Literatura Española, disciplinas para las que utilizaba el libro ‘Estilística’, de propia autoría y muy conocido a raíz de su publicación en 1932. Con la llegada de la República, Manuel Santamaría intervino en la política provincial como diputado, afiliado a Acción Republicana. Al comienzo de la Guerra Civil, Santamaría fue cesado como Catedrático, con la subsiguiente suspensión definitiva de empleo y sueldo e inmediato encarcelamiento en San Marcos. Al cabo de un proceso sumarísimo, Manuel Santamaría fue condenado a muerte por «un delito de traición» (esto es, falta de apoyo a los insurgentes del bando o «movimiento» nacional), ante lo que nada valieron razones legales ni humanitarias, las alegaciones exculpatorias ni las gestiones personales. El 21 de noviembre de 1936, a las siete de la mañana, murió acribillado a balazos en el polígono de tiro de Puente Castro, junto a buena parte de las autoridades leonesas de los últimos meses de la República, líderes políticos y sindicales. (Para más datos, perfil humano y profesional del interfecto, consúltese: José Enrique Martínez Fernández e Isabel Cantón Mayo, ‘Penumbra vital, literaria y educativa de Manuel Santamaría’, Universidad de León, 1997).Dentro de la desgracia, mejor suerte corrió Hipólito Rafael Romero Flores (Valladolid 1895-Madrid 1956). Había cursado la carrera de Filosofía y Letras en Madrid, combinando los estudios con un empleo administrativo en la Compañía de los Ferrocarriles del Norte. Llegó a León en 1930 procedente de Lugo como Catedrático de Filosofía. Sustituía a José Gaos, quien sólo ejerció unos meses en el Instituto de León. A raíz de la Guerra Civil, Gaos se exilió y nacionalizó en Méjico, donde, además de la labor docente universitaria, se empleó como traductor de Heidegger y Husserl, los grandes filósofos del momento. Durante los años republicanos, Romero Flores fue presidente del Ateneo Obrero Leonés y director de su revista, junto a Victoriano Crémer que actuaba de secretario. Después de las elecciones de febrero de 1936, Romero Flores ocupó interinamente por unos meses el cargo de Gobernador Civil de León. Hombre moderado de izquierdas, militaba junto con otros conspicuos leoneses, como Félix Gordón Ordás o Nicostrato Vela Esteban (padre del pintor José Vela Zanetti), en Izquierda Republicana, el partido presidio por Manuel Azaña. En septiembre de 1936 es detenido, encarcelado en San Marcos y trasladado al poco tiempo a Valladolid, donde se libra de ser fusilado gracias a la intervención de doña Irene Rojí, esposa de Severiano Martínez Anido, a la sazón ministro de la Gobernación del primer gobierno de Franco. A la detención se sumó la suspensión de empleo y sueldo y confiscación de todos sus bienes. Todo ello por «gravísmos delitos», entre cuyas «lindezas acusatorias», además de «amistad con Azaña», cabe resaltar: «seguir las orientaciones racionalistas de la filosofía de Kant». Sin comentario. Salió de presidio en 1938, ganándose la vida como pudo dando clases particulares hasta 1947, año en que recupera la Cátedra en el Instituto de Palencia “Jorge Manrique”. Morirá en Madrid, atendido en última instancia por su amigo Gregorio Marañón, a causa de la enfermedad de Charcot-Marie-Tooth, dolencia hereditaria acentuada por las muchas calamidades sufridas con resignación. Romero Flores tenía ya cierto reconocimiento intelectual y gran agudeza en la interpretación de la contemporaneidad, como acreditan sus varios libros de ensayo: ‘Reflexiones sobre el alma y el cuerpo de la España actual’ (1933); ‘Perfil moral de nuestra hora’ (1935); ‘Estudio psicológico sobre Lope de Vega’ (1936); ‘Unamuno: notas sobre la vida y la obra de un máximo español’ (1941), (que sufrió los hachazos de los censores); ‘Biografía de Sancho Panza, filósofo de la sensatez’ (1952), (Premio Aedo de biografía, reeditado por la Junta de Comunidades Castilla-La Mancha en 2005 y prologado por Julián Marías). Fue colaborador de prestigiosas revistas, entre las que cabe citar ‘Espadaña’ y ‘Revista de Ideas Estéticas’. Es de resaltar su clarividente premonición a las puertas de la hecatombe nacional cuando se pregunta en ‘Perfil’, su obra más importante: «¿Desembocaremos en Rusia o en Italia? ¿Opresión bolchevique o tiranía fascista? Quizá no tardaremos en verlo». Hoy injustamente olvidado, Romero Flores dejó inéditos un diario, correspondencia, varias obras literarias y un extenso tratado sobre dos filosofías ante la Segunda Guerra Mundial, la inglesa y alemana. De todo lo cual soy depositario por gentileza de su única nieta residente en Francia. No estaría de más que el Instituto leonés donde impartió sabiduría muy a satisfacción de los que fueron sus alumnos, tal como he podido comprobar, le rindiese un pequeño homenaje.

En 1997, con motivo del 150 aniversario del Instituto ‘Padre Isla’, la Universidad de León junto con el propio Instituto dieron luz a un libro que abarca una serie de estudios y trabajos coordinados por F. Javier Fuente Fernández, entre los que cabe destacar una cronología del centro desde 1846 hasta 1996 a cargo de Pablo Celada Perandones.
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